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No había sabido resistir las asechanzas del amor terrenal; no había sido como un sinnúmero de santos, y entre ellos San Vicente Ferrer con cierta lasciva señora valenciana; pero tampoco era igual el caso; y si el salir huyendo de aquella daifa endemoniada fue en San Vicente un acto de virtud heroica, en él hubiera sido el salir huyendo del rendimiento, del candor y de la mansedumbre de Pepita, algo de tan monstruoso y sin entrañas, como si cuando Ruth se acostó a los pies de Booz, diciéndole Soy tu esclava; extiende tu capa sobre tu sierva, Booz le hubiera dado un puntapié y la hubiera mandado a paseo.

Por último, aquel empecatado de don Alvaro, aunque tenía tan egregia y bella esposa, se dejaba llevar a menudo de las más villanas inclinaciones, y en una o en otra de sus dos magníficas caserías alojaba con mal disimulado recato a alguna daifa, por lo común forastera, que había conocido y con quien había simpatizado, ya en esta feria, ya en la otra.

En el estanco no se comía más que sopa, cocido, ensalada, y de postre fruta, cuando por barata hasta los soldados podían comprarla. La tacañería de Quintín suprimió los buñuelos de Todos los Santos, el besugo de Nochebuena y los panecillos de San Antón; en cambio para su daifa, pavo y perniles se le antojaban poco.

No era como doña Sol ninguna ilustre y orgullosa dama, ni siquiera, como donna Olimpia célebre daifa de alto precio; era una humilde muchacha, nacida y criada entre gente abyecta, sin patria y sin hogar; hija de una raza maldita y vagabunda, que no hacía muchos años se había difundido por toda Europa y al fin penetrado en España. Ignorábanse su origen y su procedencia.