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También Ana miró al cielo muy de mañana, y sin poder remediarlo pensó ¡si lloviera! Lo deseaba y le remordía la conciencia de este deseo.

Luz tenía diez y ocho años cuando su madre se decidió a sacarla para siempre de su escondrijo. A ésta le remordía algo la conciencia, por parecerle demasiado larga la prisión; a la prisionera le daba lo mismo irse que quedarse, si es que no prefería aquella vida de invernadero en que se había desarrollado, a las intemperies de un mundo que desconocía.

Amor no era; el Magistral no creía en una pasión especial, en un sentimiento puro y noble que se pudiera llamar amor; esto era cosa de novelistas y poetas, y la hipocresía del pecado había recurrido a esa palabra santificante para disfrazar muchas de las mil formas de la lujuria. Lo que él sentía no era lujuria; no le remordía la conciencia.

Pero llegaba la primavera y ella misma, ella le buscaba los besos en la boca; le remordía la conciencia de no quererle como marido, de no desear sus caricias; y además tenía miedo a los sentidos excitados en vano.

Don Bernardino, sin más trámite, fulminó el rayo de su excomunión sobre el culpable: lo sabía todo, todo, con puntos y comas, de pe a pa; míster Robert acababa de descubrirle la verdad y de notificarle la gravísima resolución adoptada: liquidar una casa que tanto había costado formar, y con un pasivo escandaloso. ¿No tenía vergüenza? ¿no le remordía la conciencia de haber arruinado a aquel pobre hombre? ¿con qué pensaba pagar los doscientos mil nacionales del pasivo y los cincuenta mil que adeudaba a Rocchio?

«En la inmoralidad que acusaba aquella aglomeración de malos cristianos», estaba pensando precisamente don Pompeyo Guimarán, que, mal curado de una fiebre, había consentido en cenar con don Álvaro, Orgaz, Foja y demás trasnochadores en el Casino y había venido con ellos a la misa del gallo. «¡, le remordía la conciencia, en medio de su embriaguez!, pero el hecho era que estaba allí.

A María Antonia no remordía la conciencia, sino de su propia perdición y no de haber procurado la ajena. Sólo en una ocasión se mostró ella propicia a cometer tan doble y feo delito, pero se frustró y quedó en conato, gracias a la entereza de un sujeto y sobre todo, gracias a la misericordia divina. Con horror recordaba La Caramba aquel caso.

Iba derecho como un huso; era hombre ágil y enjuto de carnes; y, si no sabía más que leer y escribir medianamente y las cuatro reglas, y si jamás había leído un libro, tenía gran despejo natural, aunque burdo. Jamás había turbado su conciencia con sutilezas morales. Así es que no le remordía, como hemos dicho, de haber contribuido a la ruina del marqués.

Cierto que de Pas no había vuelto a manifestar con movimientos patéticos que le descubrieran, ni celos, ni amor, ni cosa parecida; Ana le observaba con miradas de inquisidor, de las que algo le remordía la conciencia, y sin embargo no pudo notar síntomas de pasión mundana. ¿Veía ella mal? ¿Disimulaba él bien? ¿O era que no había nada?

Iba yo fiando en mis escudillos aunque me remordía la conciencia el ser contra la orden comer a su costa quien vive de tripas horras en el mundo. Yo me iba determinando a quebrar el ayuno, y llegué con esto a la esquina de la calle de San Luis, adonde vivía un pastelero.