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La bella esposa del anfitrión no se cansaba de decir y hacer travesuras, de tal modo que el regocijo no decaía un instante. Mas ¡ay! aquella nube sombría, temerosa, que había cruzado sobre la mesa no mucho antes, el viento de la fatalidad la empujó de nuevo hacia ella. El helado que sirvieron al terminar la comida era de avellana. A Elena no le gustaba el helado de avellana.

Pero pronto volvió a hablarse de él, porque el Cardenal de Portinaris, a pesar de su robusta salud y no avanzada edad, decaía notablemente, y un mes después se hallaba al borde del sepulcro. No faltó quien hablase en voz baja de sutiles venenos traídos de América y alguien recordó, en plena tertulia, que los Portinaris descendían de Cesar Borgia.

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Entretanto la salud de Doña Isabel decaia por instantes. Sus padecimientos eran tan continuos, que ya no se dudaba de su pronta muerte.

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Llegada la conversación a este punto... agudo, decaía de pronto, hasta el momento en que los acerbos sentimientos de mi tía, regolfados por los esfuerzos de su voluntad, estallaban de golpe, como una máquina sometida a excesiva presión. Su furia se desbordaba sobre la creación entera. Hombres, mujeres, niños, todo caía.