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Era el hogar del viejo y a la vez entrada de la mina en que trabajaba cuando lo hacía. Una vez allí el acompañamiento, se paró un momento por delicada deferencia al anfitrión, que llegó de la retaguardia jadeante. Quizá hicieran ustedes bien en aguardar un segundo aquí fuera, mientras yo entro y veo si todo está corriente dijo el viejo con una indiferencia que estaba muy lejos de su ánimo.

¡Bravo! ¡bravo! exclamaron los oficiales á una voz, prorrumpiendo en alegres exclamaciones. ¡Se beberá vino del país! ¡Y cantaremos una canción de Ronsard! ¡Y hablaremos de mujeres, á propósito de la dama del anfitrión! Conque... ¡hasta la noche! Hasta la noche.

Buen trabajo y bastante ruido costó sentar a tanta gente; pero al fin se consiguió gracias a la actividad del dueño de la casa, poderosamente auxiliado de un joven que traía el pelo por la frente, a quien ya tuvimos el honor de conocer la noche del sarao celebrado con motivo del santo de doña Gertrudis. La comida fue digna del anfitrión. Ningún refinamiento gastronómico se echaba de menos.

La bella esposa del anfitrión no se cansaba de decir y hacer travesuras, de tal modo que el regocijo no decaía un instante. Mas ¡ay! aquella nube sombría, temerosa, que había cruzado sobre la mesa no mucho antes, el viento de la fatalidad la empujó de nuevo hacia ella. El helado que sirvieron al terminar la comida era de avellana. A Elena no le gustaba el helado de avellana.

Del comedor llegaban hasta la sala trozos de brindis, risas, interrupciones, carcajadas... El nombre de Quiroga se oía varias veces repetido, mezclado con las palabras de consul, igualdad, derechos... El anfitrion que no comía platos europeos se había contentado con beber de cuando en cuando una copa con sus convidados, prometiendo cenar con los que no se habían sentado en la primera mesa.

Allí nos esperaba una verdadera sorpresa, en la mesa luculiana que nos presentó el anfitrión, con un menú digno del Café Anglais, y unos vinos, especialmente un Oporto feudal, que habría hecho honor a las bodegas de Rothschild. Allí pasamos la noche, es decir, allí la pasaron los que, como Pardo, Perojo y yo, tuvimos la buena idea de dar un largo paseo después de comer.

A comer, a comer dijo doña Martina. Y en el mismo instante un criado apareció con la humeante sopera entre las manos. D. Bernardo se levantó para ofrecer el asiento al coronel Bembo; pero éste, conociendo las costumbres de la casa, se guardó muy bien de aceptarlo; si el anfitrión hubiera cambiado de sitio, quizá no le sentase tan bien la comida.

Sabemos que en ellos todo será digno, así de la brillante concurrencia que ha de llenarlos, como de la proverbial amabilidad y del exquisito gusto de las señoras de la casa, y de la bien acreditada prodigalidad del opulento patricio y esclarecido anfitrión

Pasaban de cincuenta los comensales del otro sexo, rigorosamente vestidos de sociedad, lo mismo que los criados que les servían los manjares y los vinos, y figuraban entre los primeros las tres cuartas partes de los ministros, incluso el presidente; los de ambos «cuerpos colegisladores»; varios diputados de empuje, con grupito; la flor y nata de los ancianos del senado; el Capitán general y el Gobernador civil de Madrid..., y así sucesivamente; porque una cosa es que todos estos y otros personajes estimaran al anfitrión en lo que verdaderamente valía, y otra muy diferente los rumbosos festivales que sabía disponer en su casa para prestigio de ella y regalo de sus amigos.

A menudo, arrullado por los gritos de los contendientes, el Anfitrión se quedaba dormido; pero cuando no se dormía, o bien cuando despertaba y veía a su mujer y a Pedro Lobo enfurecidos ambos y en la más encarnizada contienda, se apuraba y hasta se asustaba, porque era hombre conciliador y benigno; procuraba ponerlos en paz; y agarraba la mano de él y la mano de ella y los atraía para que se las diesen, aconsejándoles que echasen pelillos a la mar, para lo cual pronunciaba también su discurso, buscando y quizás hallando un juicioso término medio entre las dos opuestas doctrinas.