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Actualizado: 22 de mayo de 2025


Más lejos, encontré un cercado de piedras sueltas donde yacían, bajo unos arbustos, infinidad de cajas amarillas que los chinos abandonan sobre la tierra y donde se pudren los cadáveres. Me senté sobre una caja postrado de fatiga; mas un olor abominable flotaba en el aire, y al apoyarme sentí la sensación de un líquido viscoso que escurría por las hendiduras de las tablas. Quise huir.

Debajo de él una cantina, donde los cueros hinchados que guardaban el vino yacían insolentemente sobre las mesas, inmóviles como borrachos. En torno de la cantina y del árbol se había formado una danza que daba vueltas pesadamente, cantando las baladas del país. Nuestra pareja se introdujo entre la muchedumbre.

Y a pesar de esta expiación, el viejo Ti-Chin-Fú, estaba siempre a mi lado porque sus millones que yacían ahora intactos en los Bancos, eran, desgraciadamente, míos. Entonces, indignado, volví a mi palacio y a mi vida de lujo.

Dos minutos después de haberlos divisado el toro, yacían los tres en la arena. El uno tenía la cabeza ensangrentada y había perdido el sentido. El toro se encarnizó en el caballo, cuyo destrozado cuerpo servía de escudo al malparado jinete. Entonces hubo un momento de lúgubre terror.

El toro había despachado ya un número considerable de caballos. El infeliz de que acabamos de hacer mención, se iba dejando arrastrar por la brida, con las entrañas colgando, hasta una puerta, por la que salió. Otros, que no habían podido levantarse, yacían tendidos, con las convulsiones de la agonía; a veces alzaban la cabeza, en que se pintaba la imagen del terror.

La miseria en que yacían los infelices soldados heridos en la campaña del Norte era grande y dolorosa, y debía precisamente despertar en el corazón de todas las señoras españolas los sentimientos más compasivos... Por eso habíase atrevido ella, la Butrón, a citar a todas las presentes para pedirles, por amor de Dios y compasión hacia aquellos infelices, que uniesen sus esfuerzos para socorrerlos, formando una asociación de señoras que, propagada por todas las provincias, pudiera allegar cuantiosos recursos para este objeto.

Oye, Diego dijo el barón parándose repentinamente. ¿No te parece que antes de seguir bebamos una copita por el alma de nuestros mayores? Asintió el fraile de buen grado; pero las copas yacían rotas por el suelo y los tarros vacíos. El barón abrió un armario y sacó de él nuevos elementos de vida espiritual.

Este afortunado concurso de causas despertó en el momento oportuno, y con ayuda de otras circunstancias favorables, á los ingenios, que podían dar al anhelo de los españoles más cumplida satisfacción, á los poetas, que, saliendo de lo más íntimo de la existencia del pueblo, y concentrando en toda la cultura de su tiempo, reunieron en un solo hogar todos los rayos de la poesía, que yacían diseminados en la historia, en la tradición, en las creencias religiosas y en la vida entera de la nación, y los ofrecieron después en el teatro.

En tanto Quintanar, un poco avergonzado en presencia de aquellos juguetes irónicos que se le reían en las barbas, esquivaba su despacho siempre que podía; y ni cartas escribía allí. Además; las colecciones botánicas, mineralógicas y entomológicas yacían en un desorden caótico, y la pereza de emprender la tarea penosa de volver a clasificar tantas yerbas y mosquitos también le alejaba de su casa.

Una bala había llevado a Medio-hombre la punta de su pierna de palo, lo cual le hacía decir: «Si llego a traer la de carne y hueso...» Dos marinos muertos yacían a su lado; un tercero, gravemente herido, se esforzaba en seguir sirviendo la pieza. «Compadre le dijo Marcial , ya no puedes ni encender una colilla».

Palabra del Dia

ciencuenta

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