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Actualizado: 22 de mayo de 2025
Las sillas estaban en desorden; sobre la alfombra yacían dos o tres libros, pedazos de papel, barro del Vivero, hojas de flores, y una rota de Begonia, como un pedazo de brocado viejo. Parecía el salón fatigado. Las figuras de los cromos finos y provocativos de la Marquesa reían con sus posturas de falsa gracia violentas y amaneradas.
Después, a la caída del sol, entraba en la capillita donde yacían los difuntos de su familia, guardaba los azadones, los rastrillos, las grandes regaderas, todo esto tranquilamente, con la serenidad de un jardinero de cementerio.
Allí perdía horas y horas mientras los tratados de derecho civil y canónico yacían en los rincones de su cuarto solitarios, cubiertos de polvo, en ignominioso e inmerecido abandono. Cuando su padre falleció, experimentó profunda sensación de soledad y tristeza. Había vivido siempre en total ignorancia de las condiciones materiales de la existencia.
El frío de la mañana los penetraba también como a su dueño; yacían silenciosos y melancólicos, esperando, sin duda, que los rayos del sol mostraran su belleza y esplendor. Sólo en tal sitio que otro, al caer la luz sobre el barniz, producía un blanco reflejo que semejaba al ojo vidrioso y opaco de un moribundo.
En el tocador yacían los frascos de pomada y esencias que ella usaba, a medio consumir; en las perchas colgaban algunos de sus abrigos y sombreros. Su imagen graciosa, su blonda cabeza deslumbradora, parecía que iba a parecer detrás de las cortinas. El ambiente estaba embalsamado aún con su perfume habitual.
Encendió primero las velas del altarito, que estaban apagadas; vio con cierta pena que las flores yacían marchitas; pidió perdón a la devota imagen por haberla tenido desatendida mucho tiempo; y, postrándose de hinojos, y a solas, oró con todo su corazón, y con aquella confianza y franqueza que inspira quien está de huésped en casa desde hace muchos años.
Caminó prósperamente por muchos días, hasta que llegó á aquella isla en cuya playa yacían tendidos los cadáveres, y observando que eran cuerpos recién muertos, saltaron en tierra los indios y reconocieron que eran sus compañeros.
Cada día eran más respetados; se popularizaban, y ya no eran comerciantes y rentistas los que jugaban en la Bolsa; los pobres, los humildes, buscaban tomar parte en el negocio. Y para probarlo, no había más que fijarse en don Ramón Morte, un filántropo, que hacía el bien encaminando a la ganancia los pequeños capitales que yacían muertos y dedicando las ganancias propias a obras de beneficencia.
Solamente Batilo, el melancólico perro, que había perdido los hábitos de su raza y no sabía ni ladrar, estaba paseando su hastío por el comedor, rasguñando de vez en cuando la puerta de un armario, donde probablemente yacían los exiguos despojos de la carne servida en la mesa aquella tarde.
Después de comer, fui a contemplar mis hombrecillos que yacían lastimosamente en la alameda. ¡Rotos, pulverizados! lo mismo que mis ilusiones y mi felicidad, que creía perdidos para siempre. Tal vez os admiréis de mi falta de perspicacia, pero ¿quién, aun sin tener la excusa de mis diez y seis años, no ha demostrado una ceguedad increíble, por lo menos una vez en la vida?
Palabra del Dia
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