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Actualizado: 28 de julio de 2025


Estaba abierta de par en par, salía el olor del incienso quemado en la misa que oficiaban para conjurar el desastre. Pasó por delante la embarcación larga y chata; sus tripulantes vieron por un segundo el fondo de la iglesia, y brillar y desaparecer el altar cuajado de cirios. La llanura de agua copiaba invertida la fachada del templo. Sobre la gran quietud vibró la campana en lo alto.

Un día, al atardecer, vieron los tripulantes unas montañas azuladas por la distancia: la isla de Mallorca. Durante la noche se deslizaron á lo largo del obscuro horizonte los faros de Ibiza y Formentera. Al salir el sol, una mancha vertical de color de rosa, igual á una lengua de fuego, apareció sobre la línea del mar. Era la alta montaña del Mongó, el promontorio Ferrario de los antiguos.

Algunos, al contravenir por descuido la orden, se habían encontrado con las compañeras del príncipe más ligeras de ropa que cuando llevaban su elegante uniforme marino, ó con trajes ricos y exóticos, como figurantas de baile. En los grandes puertos saltaban á tierra por unas horas estas tripulantes misteriosas, vestidas con discreta elegancia y expresándose en diversos idiomas.

La nueva Argo estaba ya cerca del continente que buscaba y todos sus tripulantes doblaron las rodillas y dieron gracias al cielo. Harto sabía Morsamor, desde antes de que abandonase su convento, las tentativas infructuosas y desgraciadas que, para hallar paso por mar del Atlántico al Pacífico, se habían hecho hasta entonces.

Los aparatos aéreos emprendieron el vuelo, desapareciendo igualmente, y sólo quedó uno flotando en el espacio, con el pico vuelto hacia la ciudad, pues á sus tripulantes parecía interesarles más lo que pasaba en ella que la vigilancia del Hombre-Montaña. También había disminuído considerablemente el número de los esclavos encargados de su cuidado y vigilancia.

En aquel instante mismo, los dos navíos se abordaron. Los tripulantes ingleses que quedaban estaban en los obenques y sobre los empalletados, con el hacha a punto, el puñal entre los dientes, prestos a lanzarse de un brinco sobre el puente del brick. Un gran silencio reinaba a bordo de El Gavilán.

Eran capas crujientes que parecían aprisionarla por debajo; invisibles telarañas que se agarraban a la quilla y se abrían trabajosamente después de muchos golpes de remo. Continuaba el lago obscuro y sin límites; pero la corriente era menos ruda, más dulces las ondulaciones, y los dos tripulantes sentían la sensación del que navega en aguas muertas.

Los últimos en despertar se mostraban incrédulos, y únicamente se convencían de lo ocurrido luego de oír los informes de los tripulantes del buque. Vagó Ferragut como un alma en pena. El remordimiento le hizo ocultarse en su camarote. Le causaban daño estas gentes con sus quejas y sus comentarios. Luego no pudo seguir en su aislamiento.

A este último le detuve y le dije: Han estado ustedes admirables. ¡Qué bien han hecho la maniobra! , el barco es bueno dijo el criado. Y los tripulantes. El hombre me dió las gracias y desapareció tras de su amo. Ni mi madre ni Mary se habían enterado de lo sucedido.

Sólo permanecía en su camarote el tiempo necesario para dormir. El y Tòni pasaban largas horas en el puente, hablando sin mirarse, con los ojos vueltos al mar, espiando la movible superficie azul. Todos los tripulantes, hasta los que estaban en horas de descanso, sentían la necesidad de vigilar del mismo modo. De día, el más leve descubrimiento enviaba la alarma de la proa á la popa.

Palabra del Dia

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