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Actualizado: 14 de mayo de 2025


Al moro de África se le ve, por su casa de piedra bordada, que conoció a los hebreos, y vivió en bosques de palmeras, defendiéndose de sus enemigos desde la torre, viendo en el jardín a la gacela entre las rosas, y en la arena de la orilla los caprichos de espuma de la mar. El negro del Sudán, con su casa blanca de techo rodeado de campanillas, parece moro.

El patio aún subsistente es pequeñuelo, empedrado de guijos, con cuatro columnas dóricas, con una galería guarnecida con barandado de madera. A la izquierda, conforme se entra en la casa, cerca de la puerta de la calle, se abre otra puerta chica. Y esta puerta franquea una reducida estancia, cuadrada, de paredes lisas, húmeda, de techo bajo, con una diminuta ventana.

Cada palabra que sus discípulos pronunciaban mal y no decían bien una sola le hacía dar bufidos y levantar las manos con indignación hasta tocar el ahumado techo de su vivienda. Estaba orgulloso de la urbanidad con que trataba á sus discípulos.

Entre sus maravillas se distinguian el pabellon central, las fuentes y la mezquita. Sus paredes estaban cubiertas de oro y mármoles trasparentes de diversos colores: su techo de lo mismo, y pendia de su centro una perla de incomparable tamaño y valor que entre otros preciosos dones habia regalado á An-nasír el emperador Constantino Porfirogénito.

Salió a la sala de recibimiento, vasta pieza en el centro del edificio, fría y de altísimo techo, que comunicaba con la escalera. Las paredes blancas habían tomado con los años un tono amarillento de marfil. Era preciso echar la cabeza atrás para alcanzar con la vista el negro artesonado del techo.

Del fondo del segundo salón llegaban, confundidos con risas de mujeres y choque de bandejas, los tecleos del piano y los gemidos de los violines; del techo, coloreado a la vez por el reflejo azul de la tarde y el frío resplandor de las ampollas eléctricas, descendían gorjeos de pájaros, como una evocación campestre que parecía animar la artificial rigidez del jardín contrahecho.

Cuatro lámparas iluminaban ampliamente la estancia de artesonado techo en que se hallaban. Colgadas de las paredes, sobre los muebles, en los rincones, por todas partes se veían placas de vidrio de diferentes tamaños y formas, pintadas delicadamente. Gualtero y Roger miraron en torno asombrados, porque jamás habían visto juntas tantas y tan magníficas obras de arte.

Hubo momentos en que con el grande estrépito de arriba, parecía que retemblaba el techo de la sala, y que la pobre muerta se estremecía en su caja azul, y que las luces todas oscilaban, cual si, á su manera, quisieran dar á entender también que estaban algo peneques.

El decorado era de falso «Extremo Oriente»: un amontonamiento de muebles de laca negra y sin adornos, de sedas de colores desleídos ó de un azul negruzco, de ídolos espantables. Una luz difusa y verdosa descendía del techo: la luz de los teatros en una escena de noche.

No le hablaba ni le daba un céntimo para sus gastos, limitándose a consentir que durmiese bajo su techo y comiese la ración. Al cabo de algunos meses los zapatos se habían despellejado y la ropa daba lástima verla. Pero todo lo suplía muy bien el letrado con el empaque y gravedad de la fisonomía y lo airoso de su porte.

Palabra del Dia

ancona

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