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Actualizado: 20 de junio de 2025


Cuando Pablo Aquiles volvió del cementerio, se encerró en el despacho de su padre; la idea de que hubiera hecho testamento le preocupaba. Buscó y rebuscó sin encontrar nada; nada había tampoco en el armario de caoba, que registró luego, tapándose las narices a causa del olor desagradable de ácido fénico, que saturaba la atmósfera del cuarto mortuorio.

Encontraban mujeres con pañuelo a la cabeza y mantón pardo, tapándose la boca con la mano envuelta en un pliegue del mismo mantón. Parecían moras; no se les veía más que un ojo y parte de la nariz. Algunas eran agraciadas; pero la mayor parte eran flacas, pálidas, tripudas y envejecidas antes de tiempo.

No había quien no se creyese con derecho para darle acerca del particular su bromita más o menos pesada, según la educación del individuo. Mas, por mucho que lo fuesen, jamás se le vio enfadarse ni dar siquiera señales de impaciencia. Reía bondadosamente o se alejaba tapándose los oídos.

A veces, al oír el nombre de cualquier testigo, hacía un gesto, examinaba con mirada hostil al declarante y empezaba de nuevo a acariciarse el bigote. Su abogado, un joven también, bostezaba de vez en cuando, tapándose la boca con la mano, y miraba por la ventana caer, en gruesos copos, la nieve.

Al quedarse sola Cristeta se sentó en una silla baja de hacer labor, y tapándose los ojos para no ver las cosas de este mundo, se puso voluntariamente soñadora, pareciéndole ver a don Juan, también solo en su casa, triste, malhumorado, vuelto hacia ella el pensamiento y sintiendo lo que jamás hasta entonces ninguna otra mujer le hizo sentir.

Los transeúntes que casualmente cruzaban lo hacían apresuradamente, arrebujados en sus capas y tapándose con el paraguas. Los faroles se habían puesto el gorro blanco de dormir, y dejaban escapar melancólica claridad. No se oía ruido alguno si no era el rumor vago y lejano de los coches, y el caer incesante de los copos como un crujido levísimo y prolongado de sedería.

Rompió el papel. Isidora y Martín lo creyeron porque lo estaban viendo; que si no, no lo hubieran creído. «Eso se llama hombre cabal.... D. Francisco, muchísimas gracias dijo Isidora conmovida. Y el otro, tapándose la boca con las sábanas para contener el acceso de tos que se iniciaba: ¡María Santísima, qué hombre tan bueno!

Ahora pida usted perdón de su fechoría que no conozco ni quiero conocer. Clarita dijo Tristán mirando a su prometida que continuaba tapándose los ojos con la mano , perdóname lo que te he dicho. Te juro que te adoro, que te quiero con toda mi alma... ¿Cómo? ¿Cómo...? ¿Qué modo de pedir perdón es ese...? Hágame usted el favor de hacerlo como se debe.

La una, tendida en un canapé, dormía el sueño de la borrachera; sentábase a sus pies el que hemos conocido por Carlos Tomás, y junto a ambos, encogida y rebajada a la mitad de su tamaño encorvábase la figura del señor Tomás, la mirada hosca, los codos sobre las rodillas y tapándose con las manos los oídos, como para evitar la voz triste y suplicante que parecía llenar los ámbitos de la habitación.

La condesa dio el ejemplo, palmoteando con sus delicadas manos. ¡Válgame Dios! exclamó el general, tapándose los oídos . No parece sino que estamos en la plaza de toros. Déjalos, León dijo la marquesa ; déjalos que se diviertan. Peor fuera que estuvieran murmurando del prójimo. Stein hacía cortesías hacia todos lados.

Palabra del Dia

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