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Al decir esto, la señorita Guichard señalaba á los recién casados que estaban de pie cerca de la ventana del jardín, muy cerca el uno del otro, sonrientes y radiantes, formando un precioso grupo. La joven se había quitado el velo y la corona y con el traje blanco cubierto de flores de azahar, rubia y sonrosada y los ojos animados por la alegría, era la imagen viva de la felicidad.

Venturita le dijo con acento picaresco: Ahora, pon debajo quién es. El joven levantó la cabeza y sus miradas chocaron sonrientes. Luego, con viveza y decisión, escribió debajo de la figura: Lo que más quiero en el mundo. Venturita tomó el papel entre las manos y lo contempló unos instantes con deleite.

Mientras marchábamos por los duros despeñaderos, no podía menos de admirar la resolución y la voluntad de aquellas tres criaturas delicadas, habituadas a todas las comodidades de la vida, que iban a mi lado sonrientes y conversadoras, bajo un sol de fuego, al insoportable movimiento de la mula.

La vanidad hacía a Ramoncito no sólo torpe, porque es regla bien sabida que cuando se galantea a una mujer no debe alabarse con demasiado calor a otra, sino un tantico atrevido dirigiéndose a niñas. Estas se miraban sonrientes, brillándoles los ojos con fuego malicioso y burlón que el joven concejal no observaba. Y diga usted Ramón, ¿no se ha declarado usted a ella? le preguntó Pacita.

Me eché entonces a correr, y como al llegar no encontré a nadie en los fondos de la casa, me dirigí donde la sociedad estaba reunida. La niña, cuya atención no era ya distraída por el brillo de las luces y las caras sonrientes de las damas, se puso a llorar y a llamar «ma-ma», bien que se prendiera siempre de Marner, que parecía haberse captado por completo su confianza.

Al cabo de unos momentos fué ella quien acercando su rostro al del banquero le preguntó discretamente: ¿Qué compro? Amortizable respondió el famoso millonario con igual reserva. Entraban a la sazón un caballero y una dama, ambos jovencitos, menudos, sonrientes, y vivos en sus ademanes. Aquí están mis hijos dijo Pepa. Era un matrimonio grato de ver.

Pero ahora Silas encontraba rostros francos y sonrientes y se le hablaba con tanto placer como a una persona cuyas satisfacciones y pesares podrían ser comprendidos. En todas partes tenía que sentarse y hablar de la niña, y siempre se estaba dispuesto a dirigirle palabras de interés.

¿Estás llorando?... ¿Por qué? preguntó con zozobra. No lloro... no es nada contestó ella levantando hacia él sus ojos sonrientes, pero nublados por las lágrimas. Lloras, , y quiero saber por qué. Me parece que tengo derecho para ello... si es que me quieres, como dices. Todavía le costó algún trabajo arrancarle su secreto.

Aunque ordinariamente dueño de mismo, Delaberge no supo disimular una viva expresión de sorpresa. En lugar de la vieja pleiteante que se había imaginado, veía ante a una mujer joven, de unos veintiséis años, esbelta, fresca, amable, con unos sonrientes ojos oscuros que ya desde el primer momento le gustaron de un modo infinito. Algo aturdido, Delaberge saludó.

Tié güena boca, güenas piernas... Te saliste con la tuya. Que lo aparten. Y el picador se apeaba, dispuesto a aceptar todo lo que le presentase el contratista luego de su aparte misterioso. Gallardo se separó del grupo de aficionados que presenciaban sonrientes esta operación. Un portero de la plaza iba con él hacia donde estaban los toros. Atravesó una puertecilla, saliendo a los corrales.