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Actualizado: 5 de junio de 2025
Su mayor placer era que las damas les diesen la mano. ¡Bendita guerra que les permitía acercarse y tocar á estas mujeres blancas, perfumadas y sonrientes, tal como aparecen en los ensueños las hembras paradisíacas reservadas á los bienaventurados! «Madama... Madama», suspiraban, poblándose al mismo tiempo de llamaradas sus pupilas de tinta.
Así lo declaraban doña Manuela y Teresa, sonrientes, reconciliadas y puestas ambas al mismo nivel. Sus miradas hablaban. Había que hacer algo por los chicos, ya que se querían tanto sus familias. Terminaba la tarde. Por los balcones entraba el resplandor rojizo de la puesta del sol, que se ensanchaba en el horizonte como un lago de sangre.
Y en esa penumbra mental que separa el sueño de la vigilia, el príncipe, tendido en su cama, recordó una de las escenas de su mejor época, cuando su yate estaba anclado en el puerto de Mónaco. Fué una noche, al salir de un banquete en el Hotel de París. Como estaba algo ebrio, se apoyó en los brazos de dos mujeres hermosas que se disputaban, sonrientes y sin éxito, el dominio de su voluntad.
Lo peligroso, lo mortal, es un desangre que dura años, que dura siglos: un flujo inatajable con el que se escapa la vida... Fernando describió a la vieja España como una de esas madres prolíficas en exceso que marchan sobre sus piernas un tanto vacilantes, entre sus hijos, grandotes, robustos, sonrientes con la confianza de la salud.
El conde se puso colorado hasta las orejas, y las hubiera entregado seguramente a las tijeras por no haber pronunciado aquellos dos fatales monosílabos. Bien... dijo la joven alzándose de la silla. Hasta luego. Me alegro de verte bueno. ¡Escucha! ¿Qué hay? dijo retrocediendo el paso que había dado para alejarse y posando en él unos ojos sonrientes y maliciosos que concluyeron de fascinarle.
Sentóse en una de las primeras mesas y al instante observó que los rostros de los parroquianos, muchos de ellos conocidos y amigos, se volvían hacia él sonrientes unos, otros con expresión de susto. No se pasaron muchos segundos sin que llegase a sus oídos la voz campanuda del ayudante, que discutía con sus amigos allá en el fondo del café, en lo más obscuro.
Estaba un poco pálida, y sus ojos, al levantarlos hacia Miguel, aunque sonrientes, expresaban una suave melancolía. ¿Cómo ha descansado V., Maximina? la preguntó. No he podido dormir en toda la noche respondió la niña. ¿Pues? No sé... daba vueltas y más vueltas... y nada. Miguel sonrió admirando aquella ingenuidad.
Lo demás está escrito en el alma de sus hijos, en las tradiciones de la humilde aldea en que vivió por espacio de cuarenta años, y en los recuerdos siempre sonrientes como ella, de aquella sociedad verdaderamente ática de Mâcón, donde su recuerdo cuenta tantos amigos como mujeres contemporáneas suyas existen.
A Feli le parecía el ábside un salón de baile alumbrado con luces de colores: creía que todos los muertos, con trajes vistosos, sonrientes y sin infundir miedo, iban a mostrarse para intervenir en la fiesta. Los pájaros piaban en el inmediato jardín o revoloteaban bajo las arcadas, como atraídos por la hermosa iluminación.
Palabra del Dia
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