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Hay muchos actores que, como aquella Agustina de que habla Edmundo Got, se empavorecen y desconciertan ante la hostilidad del público; pero, en cambio, otros, los más esclarecidos, gustan de luchar con él brazo á brazo y de fascinarle con su gesto hasta vencerle y obligarle á juntar las manos para aplaudir.

Mientras esto decía con los labios, sus ojos pregonaban otra cosa. Aquellas pupilas negras llenas de fuego e inteligencia se clavaban en él con expresión unas veces lánguida, otras maliciosa, concluyendo por fascinarle. Al mismo tiempo sus manos breves, delicadas, de aristócrata aprovechaban cualquier coyuntura para rozar las suyas; al despedirse le apretaban con tenacidad nerviosa.

Clementina, con la sagacidad bastante común en las mujeres, llegó al cabo a adivinar que su antiguo novio seguía adorándola en secreto y sintió un regocijo maligno. Desde entonces no se vistió, no se adornó más que para él; para aturdirle, para fascinarle, para hacerle beber la amarga copa de los celos. De esta época data la fama ruidosa que adquirió como mujer elegante.

El conde se puso colorado hasta las orejas, y las hubiera entregado seguramente a las tijeras por no haber pronunciado aquellos dos fatales monosílabos. Bien... dijo la joven alzándose de la silla. Hasta luego. Me alegro de verte bueno. ¡Escucha! ¿Qué hay? dijo retrocediendo el paso que había dado para alejarse y posando en él unos ojos sonrientes y maliciosos que concluyeron de fascinarle.

El aparato del culto católico, en el cual había fijado poco la atención, empezó a fascinarle; el dulce recogimiento del templo, a la caída de la tarde, cuando se puebla de sombras y de murmullos, le infundía suave desasosiego, cierta ansia especial de un nosequé elevado y arcano; los olores del incienso y de la cera eran para él como grato beleño que le adormecían arrastrándole a regiones gloriosas de dicha inmortal; los actos de caridad frecuentes le producían un dejo agradable y grande bienestar que acrecía su fe; la humillación del sacramento de la penitencia, que al principio tanto le repugnaba, llegó a ser un manantial de goces que él mismo no sabía de dónde procedían ni de qué modo embargaban su alma.