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Actualizado: 23 de julio de 2025
Vió con enormes dimensiones la cara de mistress Augusta Haynes, rematada por su honorífico gorro, y que le sonreía protectoramente, como nunca le había sonreído la verdadera en el lejano país de su nacimiento. Poco á poco fué ladeando la cabeza, y desaparecieron de su redondel de vidrio el Padre de los Maestros, el orador y los grupos universitarios.
Un médico, que por casualidad había entre los circunstantes, les hizo la primera cura provisional con los pocos elementos de que pudo disponer. El conde sonreía mientras le curaban. El inglés se había abatido como un buey, vomitando. No tardó aquél en hacer lo mismo. A ambos se les subió a los cuartos que el establecimiento tiene, y se los acostó.
No, pesadilla mala... no sería... porque sonreía la señora... daba vueltas.... Y... y... ¿qué decía? ¡Oh... qué decía! no se entendía bien... palabras sueltas... nombres.... ¿Qué nombres?... Ana preguntó esto encendido el rostro por el rubor ... ¿qué nombres? repitió. Llamaba la señora... al amo. ¿Al amo? Sí... sí, señora... decía: ¡Víctor! ¡Víctor! Ana comprendió que Petra mentía.
Pero Isabel, con mayor aplomo, sonriendo plácidamente, respondió: Contra ti. ¡Puede! replicó la de Anguita, riendo para disimular su recelo. La pura verdad. Sí será; porque yo nunca te he sido simpática dijo Joaquinita sin dejar de sonreír, pero con acento irritado. En efecto, lo que se llama simpática no me lo eres. Al decir esto sonreía con la misma dulzura.
La pregunta no lo turbó nada, y respondió que no sintió entonces ninguna inclinación al matrimonio, porque sus entrevistas con las dos jóvenes no le causaron ninguna emoción, ninguna agitación. Y sonreía al hablar así; pero algunos momentos después, ya no sonreía.
El señorito lo tenía todo a su tiempo y en su sitio como siempre. Ya podía vivir sin la señora. El Magistral salía y entraba sin temor de interrogatorios insidiosos; si volvía tarde, no importaba. Todo, todo le sonreía. ¡Ojalá fuera eterno el verano!
Ella, siempre me llamaba «el encanijado». Yo sonreía sin escandalizarme. «El encanijado» era efectivamente el nombre que me daban en casa, por ser delgado, entrar en todas partes con el pie derecho, asustarme de los ratones, tener en la cabecera de mi cama una estampa de Nuestra Señora de los Dolores, que perteneció a mi madre, y andar un tanto corcovado.
Y todos unían su voz al coro de alabanzas envidiosas, considerando como hecho indiscutible que Rafael era el amante de la artista, mientras este sonreía con amargura recordando sus explicaciones con Leonora. Ya no la veía. Estaba en el otro extremo del mercado, oculta por el oleaje de cabezas. De vez en cuando distinguía por un instante su casco de oro por encima de las demás mujeres.
Esta se adelantó y la besó en los ojos. Al fin se han vuelto a encontrar, después de un año, murmuró. Se habló de música y de novelas. Laura, que no dejó un instante de observar a Julio, suspiró, volvió a besarla. Se me ocurre que ya te quiere, le dijo al oído. Pero Adriana no podía escucharla. Miraba a Julio con los ojos un poco atónitos y sonreía con su sonrisa ligera.
Tragomer se volvió y se encontró con Sorege, que sonreía de un modo enigmático. Los cañones estaban á bordo y los hemos dejado. ¿Quién sabe? Las costas de Marruecos no son muy seguras; no hace mucho tiempo los piratas apresaron un barco de comercio. Si hace falta podremos defendernos.
Palabra del Dia
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