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Actualizado: 29 de mayo de 2025
En sermones de empeño, en días de gran función, el padre Jacinto era otro hombre: echaba muchos latines, ahuecaba la voz y esmaltaba su discurso de un jardín de flores, de un verdadero matorral de adornos exuberantes, que también gustaban á los discretos y finos de aquellos lugares.
Con la audacia que infunden las circunstancias extraordinarias, se lanzaba á pie á través de París, yendo á la Magdalena, á Nuestra Señora ó al lejano Sagrado Corazón, sobre la cumbre de Montmartre. Las fiestas religiosas se animaban con el apasionamiento de las asambleas populares. Los predicadores eran tribunos. El entusiasmo patriótico cortaba á veces con aplausos los sermones.
La botica no me ocupa ningún tiempo, porque tengo al frente de ella a un pobre muchacho que acaba de hacerse farmacéutico y al cual se la pienso dejar cuando me muera... Si no me voy a los sermones y no me entretengo en proteger a algunos pobrecillos, ¿qué quieres que haga yo de mí?... ¿No comprendes que me moriría de aburrimiento? Sin embargo, los actos en sí no dejan de tener mérito.
Por la mañana estudiaba filosofía y teología, leía las revistas científicas de los jesuitas, y escribía sus sermones y otros trabajos literarios. Preparaba una Historia de la Diócesis de Vetusta, obra seria, original, que daría mucha luz a ciertos puntos obscuros de los anales eclesiásticos de España.
No puede encontrar ya otros admiradores que ese monseñor y otros igualmente pedigüeños... Y yo, que soy su hija, la suplico como una mendiga para que me dé unas migajas con acompañamiento de sermones... ¡Ay, si no hubiese sido por tu madre! Esa sí que era una gran señora: nunca le lloré en vano; hasta me daba más que yo pedía. Tú sabes indudablemente que le debo algún dinero.
Pero lo que él ambicionaba era tener sermones, que uno con otro le salían lo menos a dos o tres duros, suponiendo que fuera cierta la calumnia antes apuntada. El primer sermón que pronunció hizo poco efecto a sus nuevos compañeros; todos dijeron que olía a pueblo: con el segundo le ocurrió lo mismo, y en vista de ello determinó estudiar los ajenos para perfeccionar los propios.
Con estos sermones y consejos póstumos, con una amistad llena de veneración, que D. Acisclo mostró siempre al marqués, más aún cuando pobre que cuando rico, y con los cuidados con que le atendió en los últimos días de su vida, sin que ni remotamente entrase en todo ello la menor idea de desagravio, pues pensaba haberle favorecido y no ofendido, don Acisclo se elevó a considerable altura moral e intelectual en el ánimo del marqués, quien al morir le dejó confiada la joya más hermosa que aún poseía en este mundo.
El correo de Marienfeld llegaba en ese momento; subí a él y por lo menos me encontré a cubierto. De ese modo llegué a la ciudad, donde he permanecido hasta hoy. Löb Lévi me ha dado cien táleres, y con eso me he comprado ropa; no quería presentarme harapiento delante de Gertrudis. ¡Desgraciado!... ¿quieres?... ¡Nada de sermones! protesta el joven en tono huraño. Todo está ya convenido.
Estoy leyendo los sermones de Massillón y la Odisea; mis hijas leen la historia antigua. ¡Pobres hijas mías! Se están portando como quienes son: alegres y buenas por todo extremo. Mas, ¡ay! ¿las dirijo yo como debo? ¿No tengo que echarme algo por ello en cara? ¿Tendré la culpa de las dificultades en que me encuentro por causa de Cesarina? ¡Oh, Dios mío, Dios mío!
¡Anda, anda!...; ¡echa por esa boca desventuras y lástimas! ¿Por qué no te acuerdas del hijo del Manco y de el del alguacil, que dicen que gastan coche en la Habana y que están tan ricos que no saben lo que tienen? Vaya, Nisca, que hoy te da el naipe para sermones de ánimas.... Todavía me has de hacer ver el asunto por el lado triste. ¡Dichoso de ti, Nardo, que no le has visto ya!
Palabra del Dia
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