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Segismundo desembarca en las costas de Chipre á causa de una tempestad, y penetra por un subterráneo en el palacio de Diana, y la ve y se enamora; pero el triste resultado de su desafío anterior, y la circunstancia de que la mano de Diana ha de ser el premio de su propia muerte, le obligan á ocultar su nombre y á hacerse pasar por Rugero, príncipe de Creta.

Hay en esto, como se nota á primera vista, germen apropiado para un desarrollo lleno de interés; añádase que el poeta supone que el verdadero Rugero se ha enamorado á su vez de la hermana de Segismundo, cuyo retrato ha visto, y que le lleva á Chipre, haciendo nacer celos fundados entre estas dos enamoradas parejas, ya por la mudanza de los nombres, ya por otras causas, y entretejiendo con mucha habilidad en el argumento estos hilos diversos; todo lo cual demuestra que es justa la censura favorable que se ha hecho de esta obra, y que sus bellezas y el ingenio mostrado por su autor, corroboran con razón su gran fama.

A poco llegó el practicante que sólo hacía servicio en la botica por las noches, y llevándole aparte, le dijo Segismundo: «Amigo Padilla, hoy mismo le voy a proponer a doña Casta que vengas de día, porque esta calamidad de Rubín tiene la cabeza como un cesto, y me temo que si se queda solo envenene a toda la parroquia». iv

El conde Segismundo era arrogante, pero alegre y franco: gustaba de la guerra y de la mesa, y era poco aficionado a los libros y a la soledad, no ocupaba las noches en sombrios desvelos; las suyas estaban consagradas a los festines y a las diversiones. No se le veia ir errante por las montanas o por los bosques, como uen lobo silvestre, no huia de los hombres ni de sus placeres.

Tía que le cuida, mujer guapa que le mima también y que se mira en las niñas de sus ojos... Como que es la verdad... Carambita, pues si yo tuviera una mujer así...». Al llegar a esta parte de la reprimenda que Segismundo le espetaba más en serio que un ladrillo, Rubín se había tranquilizado tanto, que casi estaba dispuesto a oírle con benevolencia y hasta con jovialidad.

Segismundo, que en aquel momento tenía poco que hacer, dejolo todo por atender cortésmente a la señora de su amigo y serle grato en lo que de él dependiera. Era hombre que tenía que contenerse mucho para no ser galante y aun atrevido con cualquier mujer en cuya presencia estuviese. Con Fortunata se había permitido alguna vez tal cual broma; aquel día se corrió más.

Pues verás, La tía esa indecente, la Fenelona, francesota, más mala que el no comer, dice que este hijo que tienes no es hijo de quien es, sino de D. Segismundo. ríete, tonta, que eso no es más que envidia». La prójima no chistó; pero bien se conocía que aquellas palabras habían hecho en su espíritu un efecto desastroso.

Mire usted, amigo mío, a usted puedo decírselo; no es inmodestia; reconozco, ¿cómo no? la superioridad de Perales en el teatro antiguo, su Segismundo es una revelación, concedo, revela mejor que el mío la filosofía del drama, pero... no me gustaba su modo de arrastrar la cadena; parecía un perro con maza; yo la manejaba con mucha mayor verosimilitud y naturalidad; arrastraba la cadena, créame usted, como si no hubiese arrastrado otra cosa en mi vida.

Para concluir: siempre que se le ofrezca a usted alguna cosa, sea del orden que fuese, piensa usted un rato, y dice: ¿A quién acudiré yo?, pues a ese tarambana de Segismundo'. Con mandarme un recadito... Aunque yo cuidaré de venir algún domingo o los ratos que tenga libres, porque ahora, como estoy solo con Padilla, dispongo de muy poquito tiempo.

Doña Lupe, que escuchaba este coloquio desde el pasillo, aplicando su oído a la puerta entornada, fue perdiendo el miedo al oír la voz serena de su sobrino, y abrió un poquito, dejando ver su cara inteligente y atisbadora. «Entre usted, doña Lupe le dijo Segismundo . Ya está bien. Pasó el arrebato. Pero no quiere creer que hemos perdido a su esposa.