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Don Víctor alborotaba pocas veces; pero si se tocaba a los cacharros de su museo, como él llamaba aquella exposición permanente de manías, se transformaba en un Segismundo. En efecto, sin darse cuenta de ello, comenzó a parodiar a Perales a quien acababa de ver dando patadas en la escena y gritando como un energúmeno.

Y usted, ¿qué tal?». iii «Yo, bueno... conque a tomar el aire... contestó Segismundo con cara de muy mal genio . El aire que me va usted a tomar ahora es ponerle las etiquetas a estos frascos de jarabes... Y cuidado con equivocarse. Las etiquetas rojas son las del jarabe de corteza de naranja amarga con yoduro potásico; las verdes el mismo con hierro dializado.

No me importa le contestó Maxi, dejando el sombrero en la percha . Lo merezco, como lo merece toda persona que se enfada porque no le han limpiado las botas. ¡Qué humanidad tan imbécil! Amigo Segismundo, ¡qué hermosa es la muerte!

He visto nacer al conde Manfredo; entonces ya servia a su padre, al que se parece muy poco. Lo mismo puede decirse de muchos hijos; ?pero en que se diferenciaba del suyo el conde Segismundo? No hablo de las facciones, pero si del corazon y del genero de vida.

Consolarse le dijo Segismundo en la puerta . La vida es así; hoy pena, mañana una alegría. Hay que tener calma, y tomar las cosas como vienen, y no ligar todo nuestro ser a una sola persona.

La escena posterior no es desemejante á la de la comedia, en que Segismundo recibe los primeros homenajes de los cortesanos, con la diferencia de que aquí es todo simbólico.

Desde su alcoba, donde continuaba encamada, Fortunata se reía de las ocurrencias de Segismundo buscándole la lengua a Platón y a Ido del Sagrario, a quien solía llamar maestro. Siempre que iba por las noches el farmacéutico, les encontraba infaliblemente y se divertía con ellos lo indecible. Mucho agradecía la desdichada joven aquellas visitas.

Segismundo fue el primero que penetró en la estancia, sin miedo alguno, y vio a Maxi en un rincón, hecho un ovillo, con más apariencias de imbecilidad que de furia, demudado el rostro y las ropas en desorden.

Como apareciese en la acera de enfrente el célebre crítico, Segismundo se vio acometido a la ira cómica que le producía la presencia de aquel personaje de tan indudable importancia en la república de las letras. «Tengo a ese caballerito decía , sentado en la boca del estómago... sobre todo, desde que elogió aquella obra tan mala, estrenada este invierno, diciendo que en ella se planteaba el problema, y qué yo qué.