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Y aquel hijo que ella tenía llegaría a ser un hombre, y a saber que era rico, muy rico, y tal vez a envanecerse, y de seguro a rozarse con la peste tramposa y desvergonzada que todo lo corrompía; y, sin embargo, no quería ella hacer de su hijo un ignorante droguero, porque valía para mucho más y debía serlo. ¡Qué pulso, qué tino, qué vigilancia había que tener con él para que el diablo no le conquistara!

Si ahora sentía Anita cierta pereza de rozarse otra vez con el mundo, se debía a la convalecencia de que en rigor no había salido; pero cuando el vigor volviera por completo ya no la asustaría la acción, el ir y venir; el trabajar en la obra de piedad a que se la invitaba».

Bajaban las señoras de sus coches, vestidas de negro, con ricas mantillas, y los hombres penetraban en la iglesia, atraídos por la concurrencia femenina. Gallardo entró también. Un torero debe aprovechar las ocasiones para rozarse con las personas de alta posición.

Cuando caían al suelo desgajándose en agua, veíase la segunda capa, menos sombría y más ligera, que era la que desafiaba en rapidez al viento que la desgarraba, descubriéndose por sus aberturas otras nubes más altas y más blancas que corrían aún más deprisa, como si temiesen mancillar su albo ropaje al rozarse con las otras.

Así era, como aquella música: dulce, tranquila, sentimiento serio, fuerte a su modo, pero mesurado, suave, amigo de la conciencia satisfecha, amando el amor dentro del orden de la vida; como se suceden las estaciones sin rebelarse, como corren la noche y el día uno tras otro, como todo en el mundo obedece a su ley, sin perder su encanto, su vigor; así amar, siempre amar, bajo la sonrisa de Dios invisible, que sonríe con el pabellón de los cielos, con el rozarse de las nubes y el titilar de las estrellas!». «Mi Serafina, mi mujer según el espíritu, recuerdo de mi madre según la voz; porque tu canto, sin decir nada de eso, me habla a de un hogar tranquilo, ordenado, que yo no tengo, de una cuna que yo no tengo, a cuyos pies no velo, de un regazo que perdí, de una niñez que se disipó. ¡Yo no tengo en el mundo, en rigor, más parientes que esa voz!». ¡Cosa más particular!

Había querido ver la casa de su hijo. ¡Pobre viejo!... Le arrastraba la misma atracción del enamorado que, para alegrar su soledad, recorre los lugares que frecuentó la persona amada. No le bastaban las cartas de Julio: necesitaba ver su antigua vivienda, rozarse con todos los objetos que le habían rodeado, respirar el mismo aire, hablar con aquel joven que era su íntimo compañero.

No pudiendo servir a su rey con las armas, la vida de un noble debía ser levantarse temprano para oír misa, echar un vistazo a su hacienda, platicar un rato con el mayordomo, jugar al tresillo con los curas, dar luego con ellos un paseo, rezar el rosario, confesarse a menudo y dar constantemente ejemplo a los plebeyos de virtud y religiosidad, sin rozarse jamás con ellos.

Mas hete aquí que con tanto ir y venir, pasar y rozarse los ministros de Belcebú en aquel no muy amplio recinto, una tea llegó a prender fuego a la peluca de uno de ellos. El pobre diablo, sin darse cuenta de ello, siguió bailando cada vez con más infernal arrebato. El público reía a carcajadas esperando el próximo desenlace de aquel incidente.

El señor Oneglia, el millonario italiano, que reposaba, enorme y flácido, en un sillón especial, lejos de su familia, ansiosa de rozarse con la «gente bien», abrió un ojo al oír los pasos de Fernando y lo protegió con un saludo gruñente, volviendo a sumirse en su noche poblada de cálculos.

Las dos manos se soltaron, después de rozarse tibiamente; y ambas hermanas sentáronse, Gregoria, pronta siempre a herir; Casilda, resignada a sufrir, sin dar el cambio, todos los golpes, que le fueran dirigidos.