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Actualizado: 14 de junio de 2025


A la caída de la tarde, el señor Fermín se sentaba en un banco, bajo las arcadas de su caserón, con la guitarra en las rodillas. ¡Venga de ahí, Mariquita de la ! Hay que alegrar un poquiyo al enfermo. Y la muchacha rompía a cantar, con la cara grave y los ojos entornados, como si cumpliese una función sacerdotal.

Ya conocía aquello su mujer y sabía el remedio, que era volverlo suavemente del otro lado... «¡Qué sueño! murmuró Maxi medio despierto . Soñaba que te habías marchado... y yo te había cogido de un pie, y tirabas, y yo tiraba más, y tirando se me rompía la bolsa del aneurisma, y todo el cuarto se llenaba de sangre, todo el cuarto, hasta el techo...».

La primera idea que atravesó su mente fue la de un crimen. En sus músculos sintió estremecerse una fuerza centuplicada por la rabia. Preguntose por qué con sus manos no rompía el obstáculo tan sutil que la separaba de su dicha, y por un instante fue la hermana de aquellas Thyades que desgarraban en pedazos los leones y los tigres vivos.

Me conoces poco, pero la tía ya te habrá dicho le que me intereso por tu suerte. Tu padre va a venir. Ocúltate y calla. Te lo repito: no salgas hasta que yo te llame. Al quedar solos la jardinera y su sobrino, oyeron los sollozos ahogados de la muchacha, que rompía a llorar viéndose en su antiguo cuarto.

Mi tía plantada en un sillón, con el donaire de un pararrayos algo grueso, levantábase al verle, saludábale con aire desabrido y se lanzaba a galope al capítulo de mis fechorías. El bondadoso cura oía con paciencia aquella voz ronca que rompía el tímpano. Encorvaba las espaldas como si el chubasco hubiera sido para él y semisonriente amenazábame con el índice.

La primera vez que hablé en casa del marqués, fue tomando punto de no qué suceso parlamentario de aquellos días, y se mostró muy indignado con «los meeroodeadooores del campo de la política, peste de los tiempos aztuales..., y tal y demás». Después se fue viendo que llamaba merodeador al lucero del alba, y que sin el apoyo de la otra muletilla, era hombre al suelo en cuanto «rompía a hablar».

Una vez se le ocurrió encaramarse en la cima de un escarpado peñasco, precipitarse desde allí de cabeza y hacerse una tortilla. Pero si no quedaba muerto al punto y sólo se rompía un brazo, una pierna o las dos, ¿no le dolería mucho, y quedándose vivo añadiría los dolores físicos a los dolores morales de que había querido libertarse?

Si decía que Quevedo le había quitado la carta, se comprometía. Si decía que la había perdido... la carta podía parecer y era un nuevo compromiso. Si rompía por todo y no llevaba aquella carta á la abadesa, ni volvía á ver al duque de Lerma, y se iba de Madrid... Esto no podía ser. Estaba comprometido con el duque. Estaba comprometido con la Inquisición.

Perdóneme usted otra vez. Pero mi corazón necesita paz y he venido a buscarla a esta santa casa. Su siempre agradecida. AmparoSin despedirme del padre Ambrosio salí comprimiéndome las sienes con las manos. Mi cabeza se rompía. Aquella carta había sido para un golpe de muerte, y apenas pude salir a la calle.

Alto, seco, musculoso, la barba y el pelo de un color negro que daba en azul; los ademanes descompuestos siempre y violentos; la voz indefinible, grave unas veces, otras, cuando se enfadaba, que era casi siempre que se ponía a hablar, chillona y aguda, de un falsete tan estridente que rompía los oídos.

Palabra del Dia

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