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Actualizado: 16 de junio de 2025
Da unos toquecitos a sus hermosos cabellos rojizos y torna a sentarse; toma un libro de cuentas, que aparenta estudiar con un cuidado afanoso. Llaman; un tiempo, y luego la señora Jozielle dice con acento de fastidio: ¡Adelante...! Una criada sin edad abre la puerta y anuncia: ¡La señora Labron!
Pero sus ojos macilentos, de córneas ligeramente inflamadas, los manchurrones rojizos y malsanos de su rostro, cierta timidez al verse en presencia de alguien que por su superioridad le hacía recordar el pasado como un remordimiento, revelaban los vicios tenaces de su vida fracasada. De pronto, para no delatarse en los azares de una larga conversación, se apresuró a despedirse del poeta.
Una cabeza de madonna prerrafaelista, con ojos de un azul verdoso, muy inquietante; habla el francés con un acento inglés apenas perceptible. Llega la primera a clase y se instala ante su lienzo. El modelo está ya allí: es un mozo fornido, completamente desnudo; pero que lleva, por decencia, unos minúsculos calzoncillos rojizos. EL MODELO. ¡Señorita White...! Llega usted antes de la hora...
Los hombres, en camisa y calzoncillos, avanzaban a gatas como corderos blancos. Iban de unas cepas a otras, arrastrando el vientre sobre la tierra caldeada. Los sarmientos esparcían sus pámpanos rojizos y verdes a ras del suelo, y las uvas descansaban en la caliza, que las comunicaba hasta el último instante su generoso calor.
Y en vez de esto, les hablaban de entrar solos en aquella ciudad, que se dibujaba en el horizonte, sobre el último resplandor de la puesta del sol y parecía guiñarles satánicamente los ojos rojizos de su alumbrado, como atrayéndolos a una emboscada. Ellos no eran tontos. La vida resultaba dura con su exceso de trabajo y su hambre perpetua; pero peor era morir. ¡A casa! ¡a casa!...
La claridad del día, reflejada por las paredes blancas, penetraba a lo largo de los pasadizos, callejones, túneles o como quiera llamárseles, se perdía y se desmayaba en ellos, hasta morir completamente a la vista de las rojizos abanicos del gas, que se agitaban temblando dentro de un ahumado círculo y bajo un doselete de latón.
Un escalofrío sacudió el cuerpo de Guimarán. Se abrochó. «Había sido otra imprudencia venir sin capa». Entonces sintió que no sentía ya el agua.... «Era que ya no llovía». Sobre Vetusta brillaban entre grandes espacios de sombra algunas luces pálidas, las estrellas; y entre las sombras de la ciudad aparecían puntos rojizos simétricos: los faroles.
Eran caserones rojizos del tiempo de los virreyes españoles ó palacios del reinado de Carlos III. Sus anchas escalinatas estaban adornadas con bustos policromos procedentes de las primeras excavaciones en Herculano y Pompeya.
Y esta habitación está allí cerca, a la derecha de la puerta, recayente al patio, al final del zaguanillo de cuadrilongos ladrillos rojizos. La casa es de dos pisos, enjalbegada de yeso blanco, con rejas coronadas por elegantes cruces de Santiago.
Pasó por el lugar donde había encontrado el fúnebre cortejo, y no pensó ya en aquel ataúd blanco que le obsesionaba con la más amarga de las seducciones. Tampoco levantó la desalentada cabeza para contemplar las torres de Cuarte, cuyos rojizos muros adquirían en su parte alta un tinte de incendio reflejando la puesta del sol. La frescura que sintió siguiendo el pretil del río pareció reanimarle.
Palabra del Dia
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