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Actualizado: 4 de mayo de 2025
Conserva, como antes de habitario yo, toda la parte alta del molino con una entrada por el tejado; yo me reservo la planta baja, una piececita enjalbegada con cal, con la bóveda rebajada como el refectorio de un convento. Desde ella escribo con la puerta abierta de par en par, y un sol espléndido. Un hermoso bosque de pinos, chispeante de luces, se extiende ante mí hasta el pie del repecho.
Un bando prodigiosamente grande de palomas vino a posarse sobre el tejado de la casa. Este quedó blanco como si una copiosa nevada hubiese caído sobre él. Las palomas todas, sin fallar una, eran blancas. En la pared enjalbegada de la casa, encima del amplio corredor con rejas de madera se abría un ventanillo que daba acceso al palomar.
De pronto se paró el carruaje ante una casa toda recién enjalbegada y en la que apenas pudo Francisco reconocer la antigua hospedería, pues había sido renovada por completo. La antigua muestra había desaparecido también y en cambio leíase en la fachada en hermosas letras mayúsculas: HOTEL DEL SOL DE ORO
Y esta habitación está allí cerca, a la derecha de la puerta, recayente al patio, al final del zaguanillo de cuadrilongos ladrillos rojizos. La casa es de dos pisos, enjalbegada de yeso blanco, con rejas coronadas por elegantes cruces de Santiago.
La blancura de la iglesia, enjalbegada de cal, con sus arcadas frescas y sus ribazos de piedra seca coronados de nopales, hacía pensar en una mezquita africana. Tenía más de fortaleza que de templo. Sus tejados estaban ocultos por el borde superior de los muros, especie de reducto sobre el cual habían asomado muchas veces escopetas y trabucos.
Palabra del Dia
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