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Era otro panorama; estaban a espaldas de la sierra; montes rojizos, lomas monótonas como oleaje simétrico se extendían cerrando el horizonte a la izquierda de la vía.

En los rojizos surcos saltaban las alondras con la alegría de vivir un día más, y los traviesos gorriones, posándose en las ventanas todavía cerradas, picoteaban las maderas, diciendo á los de adentro con su chillido de vagabundos acostumbrados á vivir de gorra: «¡Arriba, perezosos! ¡A trabajar la tierra, para que comamos nosotros!...»

Las chispas rodaban sobre los volúmenes hasta hacer presa en ellos, y sus puntos rojizos, agitándose como larvas ardientes, roían las hojas antes que se cebara en ellas la enfurecida llama. Las tapas y las cubiertas empezaban a retorcerse.

Desde cerca de la Maestranza contemplábamos la bahía de Cádiz, tan azul; allá lejos, Rota y Chipiona brillando al sol con sus caseríos blancos; luego, la costa baja formando una serie de arenales rojizos hasta el Puerto de Santa María, y en el fondo, los montes de Jerez y de Grazalema, violáceos al anochecer, con una línea recortada y extraña en el horizonte.

Circundábalo un cinturón de colinas suaves vestidas de árboles y praderas y después de éste otro de altas y escuetas montañas, cuyos tonos rojizos formaban hermoso contraste con el verde del primero. En el llano había un mosaico caprichoso de prados con lindes de avellanos, tierras de maíz y arboledas.

La construcción aérea, acribillada de flechas encendidas, ardía por varios sitios. El techo, que era de bambúes cubiertos de paja, se había incendiado también por los dos extremos y el fuego había prendido hasta en la barandilla del corredor. Las llamas, alimentadas por tantas materias combustibles, adquirían enorme desarrollo e iluminaban todo el campo circunvecino con sus rojizos resplandores.

Después le vio muchas mañanas deteniendo a las criadas en las inmediaciones de los mercados para darlas estampas y oraciones, hablándolas de la Virgen, con los ojos rojizos puestos en lo alto, sin fijarse en las risas de las muchachas, que sentían cierta lástima por la guilladura de este buen señor, que al mismo tiempo era persona fina.

El tiempo estaba medio lluvioso, y con ese motivo, decía Magdalena, a quien la educación en su provincia había acostumbrado a tales excursiones, que era el más apropiado para las visitas de despedida. Caían las últimas hojas, despojos rojizos se mezclaban tristemente en la rigidez de las ramas desnudas.

Despojó su esquilada cabeza del eterno sombrero de palma, fijando sus ojos rojizos en el capitán, que seguía escribiendo después de contestar á su saludo. «¿Qué significaba cierta orden que había recibido de prepararse para dejar el buque dentro de unas horas?...» Debía ser una burla de Tòni, excelente sujeto, pero enemigo de las cosas santas, que gustaba de irritarle á causa de su piedad...

Los caminos carreteros son anchos, y el pavimento duro y compacto, resuena al paso de la pesada carreta, tirada por el majestuoso percherón, que arrastra sin esfuerzo cuatro grandes piedras de construcción, con sus números rojizos. Luego, túneles, puentes, viaductos, calles anchas, aereadas, multitud de obreros, movimiento y vida. Estamos en París.