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Actualizado: 5 de julio de 2025
La verdad es que no lo sé dijo Francisca. Por mi parte prefiero confesar en seguida que no entiendo nada de todo eso. Ya ve usted respondió sencillamente la de Ribert, que el señor Marcelier tenía razón. ¿Y la otra carta? preguntó Francisca, queriendo cambiar de conversación. Genoveva puso en la mesa la carta que acababa de leer, y cogió la reclamada por Francisca.
Estas fueron las últimas palabras de la fantástica Francisca, que dijo que nos dejaba porque tenía que terminar sus visitas de primero de año. En cuanto se marchó, me levanté para despedirme de aquellas señoras, pero la de Ribert me detuvo. Esta Francisca es alarmante, muy alarmante... Su gana de casarse le turba el entendimiento dijo moviendo la cabeza con expresión meditabunda.
Pero era curiosa, y abrió las orejas cuanto pudo, a fin de no perder sílaba de una lectura tan poco común. Qué asombrados se quedarían los aiglemonteses si tuvieran noticias de una correspondencia escandalosa como ésta... dijo, todavía, antes de callarse definitivamente. Se trata de un secreto entre nosotras hizo observar la de Ribert, y cuento con la discreción de usted, Francisca.
Qué cosas dices murmuré confundida. De tu alma hermana... ¿eh?... Si tu abuela te hubiera dejado leer la mitad solamente de los librotes que yo he leído, razonarías como yo, mi pobre Magdalena. Y sería una lástima respondió la de Ribert, muy descontenta esta vez. Usted, Francisca, tiene un modo de ser poco tranquilizador... No comprendo...
Esas hacen marchar su casa con la punta del dedo, y no están contentas más que de ellas mismas y de su progenitura. Todo lo que no toca inmediatamente al círculo reducido de su familia, es implacablemente criticado, denigrado y pisoteado... dijo Genoveva. Eso no es raro repuso la de Ribert, sonriendo.
15 de enero. Es curioso cómo me interesa el señor Baltet... Llevo dos noches soñando con él. Le veo rubio, delgado, bastante alto. Sus ojos azules son dulces y su voz agradable. Bajo el imperio de mi preocupación involuntaria, me interesan menos las cartas que recibe la de Ribert, que no comprende mi repentina indiferencia... Hago vanos esfuerzos para recobrar mi ardor, pero no lo consigo.
Tu incomprensible gusto... Para ti no había más que las solteronas... Sólo ellas eran buenas y perfectas... No, abuela. Pero convengamos en que son tan buenas y tan perfectas como las casadas... o más. ¡Bah! no hablemos más... Para salvar tu reputación, iremos esta tarde a casa de la de Ribert... No quiero que esta excelente amiga te juzgue mal.
Pero hay que oírla murmuré con una fantástica visión en el corazón y en los ojos. ¡Bah! habría de ser sorda para no oír, al menos, las campanadas de una parte... Es verdad... pero con algodón en los oídos... ¿Tiene usted algodón ahora? me preguntó la de Ribert, con una sonrisa enteramente maternal. No respondí, ruborizándome; al menos para lo que viene de Bellefontaine...
Sí, lo concedo, y de eso tiene la culpa la educación moderna; pero, en suma, sus amigas de usted serían «dejadas por cuenta» puesto que los pretendientes que ellas aceptarían no las quieren... Pero entonces balbucí confundida, las solteronas han hecho ellas mismas su reputación... En mucha parte, sí afirmó la de Ribert.
No quería, evidentemente, que Francisca estuviese al corriente de nuestras averiguaciones, y yo había hablado como una tonta. Viendo que no había modo de retroceder, la de Ribert explicó a Francisca el estudio que estaba haciendo sobre el celibato, pero se abstuvo de hacerme intervenir en el asunto. Francisca se quedó entusiasmada.
Palabra del Dia
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