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Era un dulce entretenimiento para las semanas que había de pasar en Nápoles; pero ¿qué hacer, si ella le fatigaba de un modo insufrible?... Todo acabó dijo otra vez, cerrando los puños. Y á la mañana siguiente aguardaba fuera del hotel, como los otros días. Luego iba al paseo; después entraba en el Acuario, con la esperanza de verla ante el estanque de los pulpos.

De igual modo andaba constantemente a la greña con la planchadora sobre si los puños, sobre si los cuellos, y con la camarera sobre si las botas, sobre si el botón de la levita. La misma D.ª Romana, su respetabilísima patrona, a pesar de su continente digno y talento persuasivo, no se libraba de las amargas recriminaciones del joven, y a veces de sus violentísimos apóstrofes.

¡Eso, eso se lo debo a usted... le doy las gracias! Blanca le contesté, no entiendo lo que usted me dice, no si es un cargo... Yo no necesito explicaciones me repuso con un mal modo marcadísimo. Lo mejor sería no vernos nunca... Eso no le repuse, no la complaceré... ¡Qué! usted me reta exclamó atropellándome con los puños crispados.

No me explicaba aquello. Deseaba sofocar aquel sentimiento exterminador y sanguinario; pero el recuerdo de la infeliz muchacha a quien poco antes había visto, me hacía crispar los nervios, apretar los puños, y el corazón se me quería saltar del pecho. No había cálculo en . Todo lo que determinaba mi existencia en aquel momento era pasión pura.

Al oír esto el de la barba rubia se estiró los puños, arqueó los brazos y le atajó diciendo: Perdone usted; el pueblo es soberano. Lo que importa es que conozca sus derechos y que los conquiste... Al llegar aquí, el de la barba negra levantó la cabeza, les miró con desprecio y arguyó en esta forma: Están ustedes en un error; el mal tiene más hondas causas.

Íbale pareciendo que en Inglaterra no había más protección de vidas y haciendas que la que cada cual pudiese proporcionarse con sus propios puños ó con la ligereza de sus piernas. ¿Dónde estaba la ley, aquella ley de que había oído hablar en el claustro, superior á prelados y barones y de la cual no veía indicio ni señal?

Hay marcadas sospechas contesté, aun cuando, según los médicos, ha muerto debido a causas puramente naturales. ¡Ah! ¡no creo! exclamó el monje, cerrando los puños fieramente. Uno de ellos ha conseguido al fin robar esa bolsita que él guardó siempre con tanto cuidado, y estoy convencido de que se ha cometido el asesinato para ocultar el robo. ¿Uno de cuáles? pregunté ansiosamente.

Roto el primer dique ¿quién contiene á esa juventud? ¡Con nuestra caida no haremos más que anunciar la de ustedes! Despues de nosotros el gobierno. ¡Puñales, eso no! gritó el P. Camorra; veremos antes ¡quien tiene más puños! Entonces habló el P. Fernandez que durante la discusion solo se había contentado con sonreir. Todos se pusieron atentos porque sabían que era una buena cabeza.

Siempre que recuerdo o pronuncio su nombre, la sangre circula más rápida por mis venas y cierro maquinalmente los puños; entonces también me parece oír con más claridad aquella voz del hado, que a manera de presentimiento me anuncia futuros encuentros con Ruperto.

Desde la escuela se le conoció el carácter turbulento y arrebatado. De los libros se cuidaba poco; pero antes de los ocho años ya sufría de penas de hombre. Tenía una pierna más corta que la otra, aunque eso no le quitaba los bríos, y se hizo el dueño de la escuela a fuerza de puños, como Keats: él mismo cuenta que de siete batallas perdía una.