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Pero al verse ahora en la torre y recordar la ofensa, rechinaba los dientes, con los ojos en blanco, las mejillas lívidas y los puños cerrados. «¡Qué injusticia! ¿Así se pega a los hombres, sin motivo alguno, sólo por desahogar el mal humor?... ¡A él, que llevaba un cuchillo en la faja y no le tenía miedo a nadie de la isla! ¡Todo porque era padre!...» ¡Ay!

En el umbral se quedó paralizado de asombro ante lo que iluminaba la luz fuliginosa del candilón. Sabel, tendida en el suelo, aullaba desesperadamente; don Pedro, loco de furor, la brumaba a culatazos; en una esquina, Perucho, con los puños metidos en los ojos, sollozaba.

Ni siquiera advirtió la salida de Pomerantzev, y solo en su aposento, iba y venía con paso nervioso, se oprimía con desesperación la cabeza entre las manos, hablaba efusivamente y lloraba. Luego comenzó a amenazar con los puños cerrados a sus enemigos invisibles y a llorar aún más amargamente, con mayor desconsuelo.

Piedra va, piedra viene, empezaron las abolladuras de nariz, las hinchazones de carrillos y los chichones como puños. Mientras mayor era el estrago, mayor el denuedo: «¡Leña!, ¡atiza!, ¡dale!». ¡Qué ardientes gritos de guerra! Ni las moscas se atrevían a pasar por el espacio en que se cruzaban las voladoras piedras.

Cuando abrió la puerta del salón, con su candelero en la mano, entrevió en la media obscuridad, dos formas humanas que se levantaron violentamente; dio un grito de temor que contuvo inmediatamente al reconocer a la señora de Hermany, quien adelantándose le tomó violentamente de los puños, diciéndole vivamente: ¡Silencio!

Se lanzó a estrechar en sus brazos la cabeza de su esposa; pero esta le recibió con los puños, que, rechazándole con fuerza, le hicieron perder el equilibrio y casi caer sobre don Basilio. ¡Nerviosa, nerviosísima! dijo el médico, disimulando el dolor de un callo que le había pisado aquel calzonazos. Empezaron las explicaciones.

Puños de armas, de bastones, de cuchillos; cajas, salacots, cucharas, tapas de libros, pequeñas estatuas, estuches, petacas y otros cientos de objetos, hacen del cuerno del carabao, que ha de ser cimarrón y no doméstico, porque la fibra del primero es más compacta que la del segundo; circunstancia fácil de explicar al tener en cuenta el constante uso que hace el carabao montaraz de sus cuernos y el poco que hace el doméstico.

Pues entonces dije con un ademán de despedida, ¡hasta nuestra próxima entrevista, que espero nos permitirá conocernos mejor! ¡Y para ello, ojalá que Vuestra Majestad nos proporcione pronta oportunidad! agregó Ruperto altaneramente; y al pasar junto a Sarto miró a éste con tal expresión de desprecio y burla que el veterano apretó los puños y sus ojos brillaron amenazadores.

Pepe, el casero de los Marqueses, con la boca abierta, en pie, pasmado y triste, esperaba órdenes en la habitación contigua a la del moribundo. Vio salir a Frígilis que enseñaba los puños al cielo, creyéndose solo. ¿Qué hay, señor? ¿Cómo está ese bendito del Señor?...

Suspiró, y cerrando los puños se hincaba las uñas en las palmas. ¡Oh, Ricardo! exclamó ella acentuando aquel inusitado tono de queja. Experimentó Muñoz un halago indecible. Sólo una vez, en otro tiempo, le había llamado por su nombre.