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Era un manojo de nervios siempre vibrantes, y tenía tales ilusiones y rarezas que sus condiscípulos lo tenían por destornillado; pero su inteligencia fue vivísima y sutil, su cuerpo frágil se estremecía con las más delicadas emociones, y sus versos son de incomparable hermosura. Byron fue otro genio extraordinario y errante de la misma época de Shelley y de Keats.

Desde la escuela se le conoció el carácter turbulento y arrebatado. De los libros se cuidaba poco; pero antes de los ocho años ya sufría de penas de hombre. Tenía una pierna más corta que la otra, aunque eso no le quitaba los bríos, y se hizo el dueño de la escuela a fuerza de puños, como Keats: él mismo cuenta que de siete batallas perdía una.

Era tan original y rebelde que todos le decían «el ateo Shelley», o «el loco Shelley». A los dieciocho publicó su poema de la Reina Mab, a los diecinueve lo echaron del colegio por el atrevimiento con que defendió sus doctrinas religiosas; a los treinta años murió ahogado, con un tomo de versos de Keats en el bolsillo.

En su casa no sabían qué significaban aquellas ninfas, aquellos placeres alados, y aquellas canciones al vino. Moore se libró pronto de estos modelos peligrosos, y alcanzó fama mejor con los versos ricos de su Lalla Rookh y la prosa ejemplar de su Vida de Byron. Keats, el más grande de los poetas jóvenes de Inglaterra, murió a los veinticuatro años, ya célebre.