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Actualizado: 21 de junio de 2025


Yo, Teodora, soy el que me hallé presente a las sinrazones de don Fernando, y el que aguardó oír el que de ser su esposa pronunció Luscinda.

A las pocas palabras que pronunció se mostró tan enternecido, que algunas lágrimas rodaron precipitadamente por sus mejillas.

Docenas de individuos andan en este momento detrás de ella, lo , pero preferiría antes verla muerta que casada con uno de ellos. Debe casarse por amor... , por amor, ¿me oye? Prométame, Gilberto, que la protegerá, que velará por su suerte, ¿quiere? Reteniendo todavía su mano entre las mías, le prometí cumplir lo que me pedía. Estas fueron las últimas palabras que pronunció.

El de la hopalanda, no bien se acercó lo suficiente, pronunció un «a los pies de ustedes, zeñoras», que hubiera provocado una explosión de carcajadas, si al pronto no pudiese más la curiosidad que la risa. ¡Tenía el bueno del hombre una voz tan rara, ceceosa a la andaluza, y una pronunciación tan recalcada!

Venció sus temores, y habló. Un amigo como el que ahora has deseado, dijo, con quien poder llorar sobre tu falta, lo tienes en , la cómplice de esa falta. Vaciló de nuevo, pero al fin pronunció con un gran esfuerzo estas palabras: en cuanto á un enemigo, largo tiempo lo has tenido, y has vivido con él, bajo un mismo techo.

Debe existir en el espíritu humano algo terrible, algo misterioso... ¡estas influencias rápidas...! ¡este unirse un alma á otra...! ¡oh! ¿quién sabe, quién sabe lo que somos? Quevedo pronunció estas palabras como hablando consigo mismo. ¿Queréis hacer lo que yo os diga? exclamó de repente Quevedo. ¿Y qué hemos de hacer?

Según muchos políticos y estadistas españoles, entre los cuales cita el Sr. Merchán á D. Francisco Silvela, en un discurso que pronunció en el Congreso el 12 de Febrero del año pasado, Cuba, desde hace tiempo, es una carga para España. Contra esto se encoleriza extraordinariamente el Sr. Merchán y siente herida su vanidad de cubano.

La mujer que la asistió durante su agonía, me ha repetido después, una por una, todas aquellas palabras que pronunció continuamente: «Esposo mío... Hijos míos... Alfonso, Mariana, Cecilia, Eugenia, Sofía, Dios os bendiga. ¿Por qué no venís aquí para bendeciros yo también? ¡Alfonso!

María Teresa, como si tuviera conciencia de lo que pasaba en él, creyendo eludir aquel lazo tendido por la soledad y la exaltación de la velada, pronunció con entonación imperiosa y porfiada: No le pido su opinión: hay que cenar; esta mesa revela de una manera perentoria la orden de mamá... es inútil que se ría y mueva la cabeza, ¡usted cenará, Juan! ¿Quién me habrá dado un amigo tan caprichoso? ¡Pronto, un fósforo para encender el calentador! ¡Ah!

Después pronunció secamente: ¡No! Miguel se turbó, y quedó desde entonces mal impresionado. Al poco rato se despidió de Lucía.

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