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Actualizado: 17 de mayo de 2025
Ocupó Sexto Pompeyo la ciudad y César se vió obligado á cercarla. Era de un carácter benigno y generoso este soldado; mas, creyendo ver en este hecho una defeccion, cegó de cólera.
Murieron bajo el hierro del vencedor mas de veinte mil partidarios de Pompeyo; fueron echados los demas de sus albergues; condenados muchos á andar errantes por la tierra llevando en su frente el sello del proscrito. ¡César! ¡César! no era esta la mision que te habia confiado tu destino. ¿Cómo pudiste en un instante de ira venir á cubrir de luto una ciudad á que antes y despues consagraste tus recuerdos? ¿cómo no supiste acallar aqui tus pasiones, tú que acostumbrabas á levantar entre tus brazos al vencido, tú que no tuviste corazon para ver la cabeza de Pompeyo y dejar de verter sobre ella una lágrima de compasion y de ternura? ¡César! ¡César! hemos creido ver aun tu sombra airada pasando sobre esta ciudad de Córdoba: perdónanos si llevados por la fuerza del sentimiento hemos recordado con placer que fuiste á espirar bajo el puñal de Bruto.
Y las correligionarias de don Pompeyo reían a carcajadas, demostrando así lo poco arraigado de sus convicciones. La noche se acercaba; el cementerio estaba lejos, y hubo que apretar el paso. La lluvia empezó a caer perpendicular, pero en gotas mayores, los paraguas retumbaban con estrépito lúgubre y chorreaban por todas sus varillas.
El primer día de diciembre Celestina se propuso, de acuerdo con don Custodio, dar el último ataque para conseguir que su padre admitiera los Sacramentos. Al entrar, por la mañana, a eso de las ocho, don Pompeyo Guimarán, que venía soplándose los dedos, la beata le detuvo en la tienda abandonada, fría, llena de ratones.
Pocas veces comía en la fonda don Pompeyo, y como sus relaciones con los poderosos de la tierra eran muy poco íntimas, casi nunca veía una mesa bien puesta. Así le parecía digno de Baltasar aquel vulgarísimo aparato de restaurant provinciano.
La sala del tresillo jamás recibía la luz del sol: siempre permanecía en tinieblas caliginosas, que hacían palpables las tristes llamas de las bujías semejantes a lámparas de minero en las entrañas de la tierra. Don Pompeyo Guimarán, un filósofo que odiaba el tresillo, llamaba a los del gabinete rojo los monederos falsos.
El honrado Guimarán daba media vuelta y se iba furioso, llena el alma de rencores y envidias pasajeras, y Frígilis seguía sonriendo y movía la cabeza a un lado y a otro. Si le preguntaban qué opinaba del Ateo, decía: «¿Quién, don Pompeyo? Es una buena persona. No sabe nada, pero tiene muy buen corazón». Guimarán juró tenía que parar en ello juró no poner jamás los pies en el Casino.
Los tres blasones de España es, al contrario, una obra caprichosa y desordenada, cuyo argumento fué manejado también por Antonio Coello, como si Rojas solo no hubiera bastado para encerrar en ella tantos despropósitos. El primer acto es de la época de las guerras de Pompeyo en España.
Esta ciudad, ahora dormida, nos dijimos, ¡qué de veces no ha dispertado llena de sobresalto al grito de la rebelion y al rumor de los combates! Estalló un dia una guerra encarnizada entre César y Pompeyo.
Por eso proponía don Pompeyo Guimarán, el filósofo, que la catedral se convirtiera en paseo cubierto. «¡Risum teneatis!» contestaba Cármenes en la gacetilla del Lábaro. La religiosidad, aunque en la forma lamentable de la superstición, se manifestaba en el mismo vicio de la tafurería. Se contaban en el Casino portentos de credulidad de los jugadores más famosos.
Palabra del Dia
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