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Actualizado: 17 de mayo de 2025


«¡Chitón! ¡silenciogritaban desde dentro los del tresillo; y don Pompeyo bajaba la voz, y el corro se alejaba de los tresillistas, lleno de respeto, obedientes todos, convencidos de que aquello del juego era cosa mucho más seria que las teologías de don Pompeyo, más práctica, más respetable.

Hubo en el Cabildo épocas de negra intransigencia en que se persiguió la manía de Ripamilán como si fuera un crimen, y se habló de escándalo, y de quemar un libro de versos que publicó el Arcipreste a costa del marqués de Corujedo, gran protector de las letras. Por este tiempo fue cuando se quiso excomulgar a don Pompeyo Guimarán, personaje que se encontrará más adelante.

Terminada la ceremonia religiosa, hubo junta de médicos. Somoza se había equivocado como solía. Don Pompeyo estaba enfermo de muerte, pero podía durar muchos días: era fuerte... no había más que oírle hablar.

Pero no pudieron marchar tan pronto porque la hija de don Santos cayó desmayada. La bajaron a la tienda, para librarla de los gritos furiosos y de las injurias de su padre. Quedó el campo por don Pompeyo, que volvió a sus paseos y después fue a la cocina a espumar el puchero miserable de don Santos. «Allí no había más caridad que la de él.

Don Pompeyo sentía escalofríos. ¡Qué degradación! Meditaba y veía dos Orgaz hijo sobre la mesa. Me han embriagado con sus herejías... quiero decir... con sus blasfemias... dijo al Marquesito, que callaba, pensando que todo aquello era muy soso sin mujeres. Joaquín gritó: Allá va una a la salud de don Pompeyo. Y comenzó una copla impía y brutal alusiva a una sagrada imagen.

Don Pompeyo se quedó mirando a Orgaz asombrado de su desfachatez, mientras consideraba el argumento de Foja. No tenía qué contestar. Al cabo dijo: La verdad es... que jurar... yo no puedo jurar... pero... metafóricamente.... Además, puedo prometer por mi honor....

Algunas veces tropezaba la maza de un taco con el abdomen de don Pompeyo. Usted dispense, señor Guimarán. Está usted dispensado, joven respondía el pensador rascándose la barba con una ironía trágica, profunda, y sonriendo, mientras movía la cabeza dando a entender que estaba perdido el mundo. Aburrido de tanta superficialidad subía al cuarto del crimen, a ver a los partidarios del azar.

De día en día y de copa en copa avanzaba la impiedad en aquel espíritu; y llegó a creer que Jesucristo no era más que una constelación; disparate que había leído don Pompeyo en un libro viejo que compró en la feria. Guimarán tenía la impiedad fría del filósofo, Barinaga los rencores del sectario, la ira del apóstata.

«¡Ya llegan, ya llegan! repitieron los del Casino y las señoras de la Audiencia cuando la procesión llegaba de verdad. Ahora no era un rumor falso, eran ellos, era el Entierro». Cesaron los comentarios en los balcones. Todas las almas, más o menos ruines, se asomaron a los ojos. Ni un solo vetustense allí presente pensaba en Dios en tal instante. El pobre don Pompeyo, el ateo, ya había muerto.

Allí oía el nombre de Dios a cada momento, pero en términos que no le parecían nada filosóficos. ¡Don Pompeyo, tiene usted razón! gritaba un perdido al despedirse de la última peseta ¡tiene usted razón, no hay Providencia! ¡Joven, no sea usted majadero, y no confunda las cosas! Y salía furioso del Casino. «No se podía ir allí».

Palabra del Dia

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