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Actualizado: 17 de mayo de 2025


Los que estaban furiosos eran los libre-pensadores que comían de carne en una fonda todos los viernes Santos. «¡Aquel don Pompeyo les había desacreditado! »¡Vaya un libre-pensador! »¡Era un gallina! »¡Murió loco! »¡Le dieron hechizos! »¿Qué hechizos? Morfina. »El clero, milagros del clero... »Le convirtieron con opio... »La debilidad hace sola esos milagros... »Sobre todo era un badulaque...».

Don Pompeyo no decía que ni que no; cierto era que el tenía un poco de panza, no mucho, obra de la edad y la vida sedentaria; que andaba muy tieso, porque creía que «quien era recto como espíritu, digámoslo así, debía serlo como físico»; pero en punto a los vestigios de raza y nación él se declaraba neutral: quería decir que le era indiferente esta cuestión, toda vez que tan español consideraba a un portugués como a un castellano como a un extremeño.

Todos comían mucho, menos don Pompeyo, a quien la emoción apretaba la garganta. Desde el segundo plato comenzó a atormentarle un cuidado. «Estoy, pensó, en el ineludible compromiso de brindar; tengo que improvisar un discurso». Y ya no comió bocado que le aprovechase. Oía hablar como quien oye llover: sonreía a derecha e izquierda, contestaba con monosílabos, pero él pensaba en su brindis; las orejas se le convertían en brasas y a veces sentía náuseas y temblor de piernas. En resumidas cuentas, estaba pasando un mal rato.

Desde el día en que presidió el entierro de don Santos Barinaga, don Pompeyo no volvió a tener hora buena, de salud completa. Los escalofríos que le hicieron temblar en el cementerio y se repitieron, cada vez más fuertes, durante la enfermedad que siguió a la gran mojadura, volvían de cuando en cuando.

A pesar de las amonestaciones y malos tratos de su hija, Barinaga no había querido pasarse al partido contrario; se había hecho libre-pensador y renegaba de todo el culto y de todo el clero. Nada, nada; repetía, todos son iguales; lo que dice don Pompeyo Guimarán; el mal está en la raíz; ¡fuego en la raíz! ¡abajo la clerigalla!». Y cuanto más borracho, más de raíz quería cortar.

Pero también les había visto don Custodio y se lo había dicho a Glocester y después los dos a toda Vetusta. En tanto, en el café de la Paz había ya público para oír a don Pompeyo y a don Santos maldecir de las religiones positivas y especialmente del señor Vicario general, como llamaba siempre a De Pas el señor Guimarán.

Si Barinaga tomó de don Pompeyo su apostasía, Guimarán se contagió con el odio de don Santos al Provisor y a doña Paula. «¡Era escandaloso, ciertamente, aquel tráfico indigno!». Los dos viejos fueron trompas de la fama contra la honra del Provisor.

La comisión insistió, conociendo en la cara de don Pompeyo que vencerían. Foja presentó un argumento de mucha fuerza. Dice usted, señor don Pompeyo, que por su gusto vendría con nosotros, se restituiría al Casino. ¡Con mil amores! Esa es la palabra... me restituiría.... Que únicamente le retrae el juramento.... Eso, el juramento solemne de no poner en mi vida allí los pies.

Llama la atencion allí, en la puerta meridional, una lápida del sepulcro de los hijos de Pompeyo, descubierta por una casual excavacion en la ciudad. Palencia tiene sin duda «el colorido local» ó el aspecto general de las viejas ciudades españolas, pero tiene condiciones especiales que la hacen apreciable.

Mientras hablaba con don Pompeyo de la religión, de sus dulzuras, de la necesidad de una Iglesia que se funde en revelaciones positivas, el Magistral preparaba todo un plan para sacar provecho de su victoria.... Ya que aquel tontiloco se le metía entre los dedos, no sería en vano.

Palabra del Dia

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