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Actualizado: 21 de julio de 2025
Tal pensaba cuando le entró aquel desatino de salir de su casa y correr hacia la plazuela de Pontejos. Y cuando bajaba por la calle de la Salud, iba pensando así: «No se me quedará en el cuerpo nada, nada. Ella es la que me hace desgraciada, robándome a mi marido... Porque es mi marido: yo he tenido un hijo suyo y ella no... Vamos a ver, ¿quién tiene más derecho?
Suba usted esa plazuela; pase usted aquel arco que se ve allí, donde está la imagen de la Virgen con el farol, y llegará á la plazuela de los Carros. Enfrente está la calle del Humilladero. Clara empezó á creer otra vez que había Dios, y siguió la dirección indicada. Al fin estaba cerca, al fin llegaba.
Como doña Manuela era la vecina más encopetada y su casa la mejor de la plazuela, los pedigüeños pusiéronse bajo su protección, y elogiaron rastreramente su riqueza, la belleza de las niñas y hasta la suya propia: todo para sacarla cinco duros. La proyectada hoguera entusiasmaba a los vecinos, siendo el eterno tema de conversación en las porterías y establecimientos de la plazuela.
Si: no le he podido encontrar; es decir, sí le he encontrado, le he visto; pero no en disposición de hablar con él. Iba con dos más, al parecer á una reunión secreta, á que concurrían otros hombres, que aparecían sucesivamente y entraban en una casa. ¿Dónde? preguntó con vivo interés el Doctrino. En una plazuela; según después he averiguado, se llama de Afligidos.
De la calle del Carmen pasó a la de Preciados, sin perder ni un momento el instinto de la viabilidad. Atravesó la Puerta del Sol por frente a la casa de Cordero, y ya la tenéis subiendo por la calle de Correos hacia la plazuela de Pontejos. Ya llegaba, y a medida que veía más cerca el objeto de su viaje, parecía como que se le iba acabando la cuerda epiléptica que la impulsaba a la febril marcha.
Había resuelto Fortunata, de acuerdo con su tía Segunda, albergarse en la casa de esta, que vivía otra vez en la Cava. Allá se encaminó desde la calle de Don Pedro, y antes de entrar en el portal de la pollería, el mismo portal y el mismo edificio donde tuvo principio la historia de sus desdichas, una vecina le dijo que Segunda estaba en el puesto de la plazuela, comiendo con unas amigas.
Esto despertó mi curiosidad y marché hacia allí; pero no había dado dos pasos, cuando me detuve asombrado y estremecido, porque en el fondo de la plazuela, y en el ángulo que ésta formaba con una calle, vi una mano que me hacia señas; sí, una mano blanca que me llamaba. Dirigíme allá, y en unos cuantos segundos se disipó la ilusión.
Su aversión a las suntuosidades exteriores parecía haber inspirado la obra de la catedral, ahogada por el caserío que se empuja y arremolina en torno de ella como si buscase su sombra. La plazuela del Ayuntamiento era el único desgarrón que permitía al cristiano monumento respirar su grandeza.
Al llegar a la plazuela pasó delante de nosotros un lechero, jinete en un caballejo, a cada lado un cántaro. Nos saludó respetuosamente. Era joven; bien claro nos lo dijo su fresca y limpia voz: Es Mauricio.... dijo Angelina. Es el lechero de Santa Clara.... De la hacienda del señor Fernández.... agregó la anciana, dirigiéndose a mí.
La temperatura bajaba, el incendio iba achicándose, la frescura de la noche penetraba en la plazuela, y balcones y puertas volvían a abrirse. En casa de doña Manuela, terminado el espectáculo público, había su poquito de fiesta, sin duda para amenizar el chocolate «suntuoso» que la rumbosa viuda daba a sus amigos.
Palabra del Dia
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