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Actualizado: 21 de julio de 2025
Picando con el tenedor en el plato, para coger los garbanzos uno a uno, la señora de Jáuregui se decía lo siguiente: «Te veo venir... buena pieza. Ya sé yo las brisas que tú quieres. Después de zarandearte aquí, quieres zarandearte allá, porque se te va el amigo... Sí, lo sé por Casta. Los señores de la Plazuela de Pontejos se marchan mañana.
De entre ellos salió una voz que gritó: Queremos tu sangre, perro. No fue preciso más. El Padre Sauri desapareció. No puede describirse su horroroso martirio. De manos de los monstruos pasó a las de unas cuantas harpías que le arrastraron hasta la plazuela de San Millán, mutilando su cadáver en el sangriento camino.
Los cestones de los vendedores ambulantes ocupaban el arroyo; las tiendas se apoderaban con sus puestos exteriores de las estrechas aceras. Al llegar a la plazuela del Rastro, la joven descansó un instante apoyada en la verja del monumento al soldado de Cascorro.
Apenas sí trabajando día y noche podía juntar un par de pesetas. Mentalmente ajustaba sus cuentas: tanto en la plazuela, tanto en la tienda; no bastaba este dinero para salir de apuros, y eso que habían suprimido el café y el vino, y no comían mas que lo necesario por no perecer de hambre.
Querrá usted decir la secuestradora. No tengo noticia de que aquí haya señora alguna. ¡Ah! Viene usted a insultarme a mi misma casa exclamó la ex florista poniéndose en jarras como en la plazuela. No; vengo a arrojarte de ella antes que llegue la policía a hacerlo. ¡No me tutee usted o me pierdo! gritó la Amparo arrebatada de furor, presta a arrojarse sobre su orgullosa enemiga.
Sí, iré... pues no respondió Coletilla con mucha ironía. Yo también soy liberal. #Las arpías se ponen tristes#. Mucho le asombró á Lázaro lo que pasó en la casa de la calle de Belén el día después de su excursión á la plazuela de Afligidos, que fué el día mismo de la sesión que hemos referido.
Pero esta suspensión de su movimiento fue pronto vencida del prurito de lógica que le dominaba, y se dijo: «No; voy a casa, y han dado ya las diez... Luego, no debo detenerme». Siguió por la calle de Postas y Vicario Viejo, y antes de desembocar en la subida a Santa Cruz, vio pasar a Aurora, que salía de la tienda de Samaniego para ir a su casa. «¡Qué tarde va hoy!» pensó, siguiendo tras ella por la calle arriba, hacia la plazuela de Santa Cruz, no por seguirla, sino porque ella iba delante de él, sin verle.
Algo más lejos, cuando iba a dejar la plazuela, volviendo su rostro hacia aquella máscara triste que se borraba por momentos detrás del reflejo acuoso de los vidrios, tornó a sonreír; y así, acompañando con la cabeza el blando vaivén de la silla, desapareció con su gente. Ramiro arrojó el Arte de bien morir sobre una mesa cubierta de libros.
Y se fue derecho a él con propósito de abofetearle; pero al llegar a su lado y verle tan poca cosa y empalidecer de susto, cambió de idea por escrúpulos de su conciencia hidalga, y se conformó, después de volverle de espaldas tirándole de las orejas, con administrarle una descarga de puntapiés, algunos de los cuales le levantaron más de un palmo sobre el encachado de la plazuela.
Sigamos para abajo, y hablaremos por el camino. ¿Vas a tu casa? Voy a do quierer tú. Paréceme que te cansas. Vamos muy a prisa. ¿Te parece bien que nos sentemos un rato en la Plazuela del Progreso para poder hablar con tranquilidad?».
Palabra del Dia
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