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Actualizado: 28 de junio de 2025


El pícaro habrá pensado, al pasar por delante de mi molino: Ese parisiense está muy tranquilo ahí dentro; vamos a darle la alborada. Y seguramente habrá tomado un bombo, y... ¡rataplán!... ¡rataplán!... ¿Quieres callarte, pícaro Puck? Vas a despertarme a las cigarras. Pero no era Puck.

En aquellos cuarenta y cinco días de libertad parisiense, gozó lo indecible, y se trajo a Madrid recuerdos e impresiones que contar para tres años seguidos.

Esto lo decia en alta voz desde el piso tercero con entresuelo, es decir, desde el piso cuarto. Mi mujer me miraba como consultando mi resolucion, hasta que la hice seña de que subiese. El diablo me tentó aquel dia por ser amable, ó tal vez la amabilidad parisiense se me habia entrado de súbito por los poros del alma.

Parisiense por adopción, casi por nacimiento, un buen día se supo que había abandonado París sin que nadie fuera capaz de determinar la causa de aquella retirada, y que había ido a encerrarse en su castillo de Orsel absolutamente solo. Su vida era verdaderamente extraña.

La pasión frenética de Pacorrito empezó cuando el alemán puso en su vitrina una encantadora colección de damas vestidas con los ricos trajes que imagina la fantasía parisiense. Casi todas tenían más de media vara de estatura. Sus rostros eran de fina y purificada cera, y ningún carmín de frescas rosas se igualaba al rubor de sus castas mejillas.

Era el verdadero tipo del pobre diablo parisiense, que es el más pobre de todos los diablos: un hombrecillo de treinta y cinco años de edad, al cual todos le hubieran echado sesenta, a juzgar por su aspecto flaco, amarillo y desmirriado. M. Bernier examinolo atentamente y le mandó volver otra vez a la portería. La piel de este hombre dijo no sirve para nada.

Por otra parte, habíase podido apreciar de qué fuera capaz el marqués de Pierrepont, vistiendo el uniforme militar, por cuanto en la guerra del 70 dio pruebas del más cumplido valor, volviendo pacíficamente, una vez terminada aquélla, a emprender su vida habitual de parisiense y de dilettante a que lo impulsaban tendencias, gustos, falta de ambición, y un poco también el deseo de complacer a cierta anciana tía, que no se contaba seguramente entre las fervientes admiradoras de la república.

Me fijé más aún, me fijé con el tenaz ahinco de una curiosidad entre novelesca y compasiva, entre parisiense y cristiana, y llegué á distinguir que aquella mujer tenia apoyado el codo derecho sobre uno de los quicios de las maderas, mientras que dejaba caer el rostro hácia adelante con un descuido tal, que su aliento empañaba los cristales.

A propósito de sus lecturas se expresaba con una independencia, un sentido crítico y una vivacidad que encantaban de veras a ese parisiense, acostumbrado a las reticencias prudentes, a las admiraciones convenidas y a las opiniones superficiales del mundo oficinesco en que vivía. Al cabo de una hora de conversación, estaba ya encantado de la señora Liénard y se felicitaba de tan dichosa velada.

Vayamos ahora al Palacio Real, cuya historia es más breve y galante. Sepa el lector que durante el trascurso de algunos siglos, ese palacio fué el centro espléndido de la coquetería parisiense.

Palabra del Dia

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