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Ahora se encontraban, lo mismo ella que don Oscar, amedrentados por la escena escandalosa de la puerta del convento y por la actitud firme del conde del Padul, que inspiraba general temor por su posición y carácter. Mas, si llegaban a vencer este miedo, lo mismo del conde que de la opinión pública, volvería a encontrarse en grave aprieto.

Eso, eso. ¡Bueno!» A menudo no sabía si sus exclamaciones iban dirigidas a Muslim, a don Oscar o a . Cuando llegamos al término de nuestro viaje, me dijo, con amable entonación: De modo que, por lo que veo, mi prima Tula está de acuerdo en que ustedes se casen. El que se opone es don Oscar... «¡Maldita sea mi suerte!», exclamé para adentro, y para afuera dije: No, señor conde.

No se disguste usted demasiado, que todo se ha de arreglar con la ayuda de Dios Nuestro Señor. Doña Tula, aquí no hay severidad replicó el enano . Lo que he dicho del señor es lo que, dado su proceder, me parece justo. Bien, don Oscar, bien...; pero hágase cargo de que es muy joven y no es bueno aturdirle. La juventud no reflexiona. Lo dicho, dicho, doña Tula.

Y viene usted a hacer un viajecito por nuestro país, ¿verdad? ¡Cuánto me alegro! ¿Le gusta a usted Sevilla? Muchísimo. Es una ciudad encantadora. Muchísimo, ¿verdad? ¡Pobrecito! ¿Y piensa usted permanecer aquí todo el verano? Señora, eso depende de las circunstancias dije echando una mirada de inteligencia a D. Oscar, quien se dignó aprobar con la cabeza.

Aunque mis ojos iban presurosos de un lado a otro, no logré ver a Gloria. En cambio, al acercarme a la cancela en compañía de don Oscar tuve un encuentro, que por poco se convierte en catástrofe y da al traste con todos mis planes.

Vamos, al parecer, trae usted asuntos pendientes con don Oscar. ¡Cuánto me alegro! No le pesará a usted nada de ello, porque este bendito señor se pinta para arreglar cualquier negocio, por intrincado que sea. ¿De dónde viene usted ahora, de Navarra? No, señora; de Galicia, donde he nacido. ¡Ah, de Galicia! Entonces, no me asombra que esté usted encantado con este país. ¡Qué diferencia! ¿eh?

Intenté explicar mi repentino alejamiento, sin herirla a ella ni a don Oscar. Pero estaba tan confuso y avergonzado, que no dije más que tonterías. Doña Tula estuvo amabilísima conmigo; pero cuanto más lo estaba, más seria y cejijunta se ponía Gloria, que no había despegado ni despegó los labios durante nuestra plática.

Ni Metternich ni Bismarck quedaron jamás tan contentos de mismos como yo en aquella ocasión. Una cosa debo decir, y es que acabó de encajar en mi cerebro la opinión que hacía algún tiempo se había insinuado respecto a don Oscar. Me convencí de que éste era un ente ridículo y cargante, pero no el ser misterioso y terrible que al principio de conocerle me había forjado.

El mayor obstáculo era que yo no había estado en la guerra y no podía hablar de las batallas y los sitios, que sólo conocía de oídas o por los datos vagos de los periódicos. Mira, don Oscar tiene una porción de historias y documentos de la guerra. Mañana te traigo dos o tres libros, los lees, y luego vuelvo a colocarlos en su sitio.

Toda debió fluir al corazón. Apenas tuve fuerzas para hacer una mueca que quiso y no pudo parecer sonrisa. ¡Hola! ¿Usted por aquí? dijo al verme, levantándose a medias del asiento y extendiéndome la mano. No contaba verle tan pronto, amigo. ¿Cómo lo ha pasado usted? ¿Se conocen ustedes, a lo que veo? preguntó don Oscar con su voz recia y profunda.