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Actualizado: 27 de junio de 2025


No había más remedio que caminar por Sevilla con la lengua fuera, si no quería incurrir en el desagrado de aquel enano autoritario, que lo expresaba en frases corteses, , pero firmes y severas. Invariable, infaliblemente, D. Oscar iba a misa de ocho a San Alberto con doña Tula todos los días. Gloria les acompañaba unas veces y otras no. Cuando lo hacía, se iba lo menos veinte a treinta pasos delante. El bendito señor no asistía a ningún café, ni iba jamás al teatro, ni salía a paseo. Sus horas de recreo, que tenía tan bien clasificadas como las de trabajo, las invertía en jugar a las damas con D.ª Tula.

Y sin entrar en más contestaciones y sin volverme hacia D. Oscar, cuyos ojos sentía siempre posados sobre , dije: Vaya, señores, ustedes tendrán que hablar... Hasta la vista. Vaya usted con Dios, amigo... Y que el asunto se arregle del todo me respondió Suárez. Don Oscar no dijo una palabra.

Hasta lo echaba en la sopa. D.ª Tula, con empalagosa solicitud, se lo advertía. ¡Don Oscar! ¡don Oscar! Déjeme usted, doña Tula. Atienda usted a su estómago, y no se meta en el de los demás respondía con su voz formidable el enano, trayendo hacia si la vinagrera. En cambio, D.ª Tula abusaba fuertemente del azúcar.

Sentí la mirada de don Oscar en la mejilla, como una bofetada que me la enrojeció; pero no volví los ojos hacia él. ¿Viene usted de Málaga? pregunté, por preguntar algo. , señor, vengo de Málaga... Me trae aquí un asuntillo, ¿sabusté?... un asuntillo dijo, dando un chupetón y soltando el consabido chorrito de saliva.

Cuando le interrogaba acerca de Suárez, me respondía que frecuentaba, en efecto, la casa, porque traía negocios mercantiles con don Oscar, que le hablaba alguna que otra vez; mas nunca, en su conversación, había hecho alusión a nuestras relaciones, ni tampoco se había propasado a galantearla más que en los términos vagos que en Andalucía carecen por entero de significación.

Provisto de ella, y después de haber convenido con Gloria la hora y las circunstancias de la visita, me personé en su casa a eso de las once de la mañana, preguntando por D. Oscar. La criada que salió a abrirme me condujo, al través del patio que yo había mirado tantas veces desde fuera, a la sala de recibo, desde donde Gloria me hablaba.

Habían transcurrido diez minutos lo menos desde que la criada me había dejado en la sala, y D. Oscar no parecía. Aún transcurrieron otros cuantos. Al fin la puerta, que estaba entornada, se abrió y dejó paso a un hombre de figura por cierto originalísima.

¿Sabes lo que se me ocurre en este momento? dijo de pronto, mirándome fijamente. Pues se me ocurre que debías entrar en casa y ser amigo de mamá... y de don Oscar. ¿Quién es don Oscar? le pregunté insidiosamente, pues, aunque vaga, ya tenía noticia de quién era y qué representaba este personaje en la casa.

D. Oscar no estaba de acuerdo con esta manía, pero la toleraba bondadosamente como una debilidad femenina. Algunas veces le decía sonriendo con superioridad: Vamos a ver, doña Tula, ¿quiere usted decirme qué utilidad reportan las flores? La señora quedaba desconcertada. ¡Las flores son muy bonitas, don Oscar! exclamaba llena de despecho. Bonitas, convengo en ello... pero no son útiles.

D. Oscar extendió la mano, exclamando: ¡Basta, doña Tula, basta! Déjeme usted, don Oscar, déjeme usted decir a este caballero los motivos que tengo de agradecimiento para con usted. Ya ha dicho usted bastante. Ahora le ruego nos deje solos, porque tengo que hablar con él reservadamente. Está bien, don Oscar, está bien.

Palabra del Dia

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