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Actualizado: 8 de mayo de 2025
Los campos pedregosos de olivos y nopales estaban ahora cubiertos de «Palaces», grandes como cuarteles, y sostenían una segunda ciudad alta, que, extendiéndose por la ladera de los Alpes, unía Mónaco con Monte-Carlo. Este terreno, vendido á precios enormes, era medio siglo antes un lugar tan olvidado, que cualquiera de sus poseedores podía disponer sin obstáculo que le enterrasen en su propiedad.
La senda se estrecha, las graciosas quintas y casas de campo se multiplican á uno y otro lado, rodeadas de jardines y huertos, de olivos y viñedos, todo de una frescura encantadora; el movimiento comercial se hace sentir; las grandes fábricas é ingenios se destacan lanzando de sus altas chimeneas columnas de humo negro que van á desvanecerse en las rocas de las empinadas montañas, y al fin Marsella, la reina del Mediterráneo, se presenta á los ojos del viajero, irregular, agitada como una inmensa colonia de actividad cosmopolita.
Una senda blanca serpentea entre las peñas, se pierde tras los pinos, surge, se esconde, desaparece en las alturas. Aparecen, acá y allá, solitarios, cenicientos, los olivos; las manchas amarillentas de los rastrojos contrastan con la verdura de los pámpanos.
La carretera se desplegaba al través de los campos llanos y dilatados del sur de la ciudad. A un lado y a otro se extendían, secos y amarillos, manchados a trechos por el verde gris de los olivos y el profundo oscuro de las huertas de naranjos. Enteré al conde del estado de mis negocios, esto es, procuré enterarle, seguro de haber disfrutado de su atención, por lo menos, la mitad del tiempo.
El camino de Valldemosa no ofrecía para él memoria alguna del pasado. Sólo lo había seguido dos veces, siendo ya hombre, para visitar con unos amigos las celdas de la Cartuja. Se acordaba de los olivos del camino, los famosos olivos seculares, de formas extrañas y fantásticas, que habían servido de modelo a muchos artistas, y avanzó la cabeza por una ventanilla deseando verlos.
Es inútil que disimules le decía ; tú irás a su casa y yo te seguiré. En las islas Jónicas la gente se acuesta temprano. A media noche todos dormían en la casa, menos el duque y Mantoux. El ex presidiario descendió a paso de lobo la escalerilla que conducía a su habitación. Al atravesar el jardín del norte creyó ver deslizarse una sombra entre los olivos.
Los pobres olivos veteranos deben sentir tanto asombro como yo al verse en semejante compañía... ¡El guano poderoso del «treinta y cuarenta»! Tengo la certeza de que, si el juego cesase, toda esa vegetación tropical se disolvería inmediatamente como un ensueño. El silencioso Novoa acogió con una sonrisa estas palabras.
Se veía el disco de color de cereza, detrás de las ramas del olivar, como al través de una celosía negra. Sus últimos rayos, a ras de tierra, coloreaban con un resplandor anaranjado la columnata de troncos de los olivos, las marañas de plantas de la tierra, las curvas del cuerpo de la moza tendido en el suelo. La punzante película de las chumberas erizábase como una epidermis luminosa.
Ve el mar que es siempre lo mismo, las montañas eternamente iguales, la casa que construyeron sus abuelos y que ya era vieja cuando él nació, los olivos, los peñascos... ¡pero esa ciudad que ha surgido, siendo ya él hombre, de una meseta cubierta de matorrales, horadada de cuevas, y que cada año se agranda con nuevos hoteles, con nuevas calles, con más cúpulas y torrecillas!...
Y yo, que me ofrecía en subasta a las mundanas feas con fortuna, que me ponía en venta, acababa de cometer el acto más ultrajante, con la mujer que nos ha querido demasiado... Flaqueza en el Monte de los Olivos, o momento vil en un hombre que no lo es, llevan al mismo fin: ansia de sacrificio, de reconquista más alta del propio valer.
Palabra del Dia
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