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Había vivido algún tiempo en Francia, dirigiendo un gran establecimiento de ropa blanca, y tenía hábitos independientes y mucho tino mercantil. La segunda, Olimpia, había estado asistiendo al Conservatorio siete años seguidos, y obtenido muchos premios de piano.

Vino luego doña Casta con Olimpia a proponerles dar un paseo al Prado. Rubín vacilaba; pero su mujer se negó resueltamente a salir. Fuese doña Lupe con sus amigas, y Fortunata y Maxi estuvieron solos hasta media noche en la sala, a oscuras, con los balcones abiertos, a causa del calor que reinaba, hablando de cosas enteramente apartadas de la realidad.

Maximiliano contempló un rato el grupo fotográfico de las chicas de Samaniego, Aurora y Olimpia, con mantilla blanca, enlazados los brazos, la una muy adusta, la otra sentimental. ¿Por qué miraba aquello? Su turbación le llevaba a colgar las miradas aquí y allí, prendiendo el espíritu en cualquier objeto, aunque fueran las cabezas de los clavos que sostenían los retratos.

¿Yo?... ¿Qué está usted diciendo? Como usted se trata con autoridades... Al decir esto pasaba el crítico junto a él. «Oiga usted, Olimpa... La obra es una ferocidad; pero ciertos amigos del autor la pondrán en las nubes. Quisiera yo verles para que me dijeran a por qué engañan de este modo al público». Déjeme usted en paz... ¡Qué tonto es usted! replicó Olimpia, y se metió para adentro.

Podía considerarse la primera como la personificación de la amenidad serena y elevada, y la segunda como la del regocijo y bullicioso trastulo de los seres humanos: de tal al menos calificaba donna Olimpia a su compañera. Y Tiburcio añadía, en alabanza de ambas, que eran, por estilo profano, como Marta y María, representando una de ellas la vida contemplativa y la vida activa la otra.

A este fin, enviaron por delante, para que lo tuviesen todo dispuesto y los aguardasen nada menos que a donna Olimpia de Belfiore y a su compañera Teletusa. Ambas, se comprometieron con gusto y fueron a esta excursión. Donna Olimpia era muy singular mujer por todos estilos.

Se cuenta, por último, que donna Olimpia, allá en su primera mocedad, se lució una vez en la academia platónica de Florencia, pronunciando un sublime discurso sobre el amor, que oyó Marcilio Ficino, ya viejo, y quedó embelesado de oírle. Vamos, vamos, no me cuentes más de esa mujer. Basta con lo que has dicho para comprender que es la más desvergonzada de las aventureras.

Que mis escuderos vuelvan aquí también dijo donna Olimpia para que coman y beban patriarcalmente con nosotros, que bien lo merecen después del primor con que se han conducido. Y vaya si lo merecen dijo Teletusa . ¡Hola! Asmodeo y Belcebú, acudid a beber y a regocijaros. Ambos son de noble prosapia y aun creo que algo parientes de donna Olimpia.

A este punto de su perorata llegaba Tiburcio, cuando donna Olimpia y los que le acompañaban pasaron casi tocando con Miguel de Zuheros, el cual pudo ver bien y de frente a la dama. Estrella de amor le pereció y de primera magnitud y deslumbrante brillo.

Habían traído a bordo los Diálogos de amor de León Hebreo, a quien Morsamor quedó muy aficionado desde que logró salvarle de los insultos de la plebe. A veces leían en dichos Diálogos y luego los comentaban. Y eran tan atinadas y profundas las ilustraciones de donna Olimpia que, si se hubiesen conservado y reunido en un volumen, formarían hoy la Filosofía de amor más interesante y sublime.