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Actualizado: 16 de junio de 2025


Este, como le llamaba aquella, tenía una cara de todo un buen hombre; el género paciente y la clase resignada, se definían perfectamente en aquel armazón de carne, en la que brillaban dos ojillos azules, unas narices abultadas y granugientas, y una calva cercada de algunos mechones blancos, compañeros de un enmarañado y desigual bigote.

Los ojos eran lo único inquietante en aquella cara bondadosa de sacristán de aldea: unos ojos pequeños y triangulares sumidos entre bullones de grasa; unos ojillos estirados, que recordaban los de los cerdos, con una pupila maligna de azul sombrío. Al aparecer Gallardo en la puerta del cortijo lo reconoció inmediatamente y levantó su sombrero sobre la redonda cabeza.

Ripamilán, que tenía los ojillos como dos abalorios, gritaba: ¡Fuera ese iconoclasta! ¡Las hortalizas, las hortalizas! ¿Eso quiere decir que a V. E., señor Marqués, la religión, el arte y la historia le importan menos que un rábano? ¡Bravo, paisano! gritó don Víctor, en pie, con una copa de Champaña en la mano.

No fue mejor la impresión que hizo a Lacante la vista de Elena, que estaba de pie delante de , cortada y confusa, esperando una palabra de bienvenida mientras la examinaban los penetrantes ojillos de aquel buen señor gordo y calvo, cuyos labios sinuosos se torcían en una risita nerviosa. Es Elena le dije presentándosela. Lacante le ofreció la mano.

Por la puerta, que dejó abierta, se veía, allá en el fondo, pasar los negros sirviendo te a los empleados: en la primera pieza, después del salón rojo, algunos de éstos, de pie, fumaban y charlaban, familiarmente, pero Esteven, aunque miró al descuido alguna vez, no percibió al viejo Vargas y sus ojillos de víbora, y eso que ahí estaba en su sillón de cuero, sin levantar cabeza el excelente hombre.

Febrer, con la humildad del que se siente arrepentido de una mala acción, saludaba a todos dulcemente. ¡Bonas tardes tenguin! Los labriegos le respondieron con un gruñido sordo; las muchachas torcieron la cara con un gesto de contrariedad para no verle; los tres viejos contestaron al saludo tristemente, mirándole con ojillos escrutadores, como si encontraran en su persona algo extraordinario.

El filósofo de la busca estaba sentado dentro del vehículo, con las barbas esparcidas sobre las rodillas, aguardando a su criado el Bobo, que recogía el estiércol de los pisos altos. Zaratustra se incorporó al reconocer a Maltrana. Reía maliciosamente, guiñaba sus ojillos al verle por primera vez después de su fuga con Feliciana, que tanto había dado que hablar a las gentes de las Carolinas.

Advirtió, mientras preparaba las legumbres, que la cocinera tenía unos ojillos grises muy bonitos, y unos mofletes rojos muy hermosos. Un suspiro, capaz de echar a rodar las mesas, fue la primera manifestación de su mal. Quiso explicarse, pero ahogó la emoción en su garganta las palabras.

Eran dos prestamistas del antiguo barrio judío de Santa Escolástica. El uno, joven, con el cabello tuzado sobre la frente, facciones infantiles y enorme corpachón de verdugo. El otro, anciano, ojillos vinosos, nariz avarienta, y la piel del pescuezo cárdena y granulosa como el colodrillo de los pavos.

En el instante en que salí al terrado, él bajaba del carruaje. «No es mucho mejor que papáfue mi primer pensamiento. Era alto, de estatura gigantesca, el pecho y las espaldas anchas, el rostro moreno, con dos ojillos azules, y encuadrado por una barba rubia, erizada, una de aquellas barbas que llevaban los antiguos lasquenetes. «No falta más que la yugularpensé para mis adentros.

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