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Los ojos eran lo único inquietante en aquella cara bondadosa de sacristán de aldea: unos ojos pequeños y triangulares sumidos entre bullones de grasa; unos ojillos estirados, que recordaban los de los cerdos, con una pupila maligna de azul sombrío. Al aparecer Gallardo en la puerta del cortijo lo reconoció inmediatamente y levantó su sombrero sobre la redonda cabeza.

Por debajo del cogido se prolongan en gran cola los mismos bullones que en la falda; ¡pero qué bien ideado! ¡Es de lo sublime!... Vea usted... así... por aquí... en semejante forma... correspondiendo con ellos solamente por un retroussé... Es decir, que el manto tiene una solapa cuyos picos vienen aquí... bajo el pouff... ¿entiende usted, querida?

El delirio de la fiebre empujaba al enfermo por extraños mundos, donde no persistía la más leve forma de realidad. Se veía otra vez en su torre solitaria. El sombrío cubo ya no era de piedra: estaba formado de cráneos, unidos como bloques, por una argamasa hecha de polvo de huesos. De huesos eran también la colina y los peñascos de la costa, y blancos esqueletos las líneas de espuma que coronaban las rompientes del mar. Todo cuanto abarcaba la vista, árboles y montes, buques e islas lejanas, estaba osificado, con una blancura deslumbradora de paisaje glacial. Cráneos con alas, parecidos a los querubines de los cuadros religiosos, revoloteaban en el espacio, lanzando por su mandíbula caída roncos himnos a la gran divinidad que lo llenaba todo con los bullones de su sudario y cuya cabeza de hueso se perdía en las nubes.

Las plantas acuáticas tenían sangre; entre sus hojas flotaban unos bullones blancos y flácidos, como lienzos escapados de las manos de una lavandera. Don Marcelo y la mujer cambiaron una mirada de lástima. Se compadecieron mutuamente al contemplar á la luz del sol su miseria y su envejecimiento. Ella sintió renacer sus energías al pensar en la hija.

Las manos del guerrero se perdieron con delectación en los finos bullones de las telas, apreciando su blanda frescura. Este contacto le hizo pensar en París, en las modas, en las casas de los grandes modistos. La rue de la Paix era el lugar más admirado por él en sus visitas á la ciudad enemiga.

Las nubes esparcidas a ras del mar parecían bullones y pliegues de una vestidura que ocultaba su inmenso esqueleto; y otras nubes flotantes en lo alto, una amplia manga, de la que se escapaban vapores más sutiles e indecisos formando un brazo de hueso rematado por un índice seco y corvo como una uña de presa, señalando lejos, muy lejos, el destino misterioso.

Jamás pudieron entrar por las modas del presente. Una saya de cúbica negra muy escurrida con plomos por debajo para que se escurriera todavía más, talle muy alto, manga apretada con bullones, zapatito de tabinete descotado y un tocado inverosímil de puro extravagante: así se presentaban en todas partes.

Dos hileras de bancos corrían por toda la extensión del salón, y frente á la mesa presidencial, en el testero de la izquierda, se hacinaban en otra mesa, cubierta de blanquísimo mantel, adornado de lazos y bullones de colores, gran profusión de fiambres, pastas y dulces, y no escaso número de botellas de vinos y cerveza.

ROSALÍA. ¡Oh!... camisetas tengo de dos o tres clases... MILAGROS. Falda de raso rosa, tocando al suelo, adornada con un volante cubierto de encaje. ¡Qué cosa más chic! Sobre el mismo van ocho cintas de terciopelo negro. ROSALÍA. ¿Y bullones? MILAGROS. Cuatro órdenes.

Abandonaron la carretera en Bellasvistas, y anduvieron por un camino hondo, entre tejares y tapias de huerta, junto a las cuales pasaban, espumosas y susurrantes, las aguas de un canal. Comenzaba a anochecer. El cielo era de color violeta; las lomas obscuras que cerraban el horizonte hacían resaltar sobre una faja de oro mortecino los negros bullones de la arboleda de sus cimas.