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Actualizado: 19 de junio de 2025


Al través del ruido ensordecedor del tren, dijérase que se oían en aquella pintoresca solana remotos gorjeos de aves y argentino repiquetear de esquilas.

En cuanto se paraba en la calle de Altavilla o entraba en el café de Marañón, ya estaba rodeado de una partida de guasones. ¡Cristo, las frases que allí se oían! Y como villanos que eran, a menudo del juego de palabras pasaban al de manos. Esto era lo que en modo alguno podía sufrir Manuel Antonio. Que hablasen lo que quisieran.

Las santas mujeres buscaban aún entre aquellos despojos, mal cubiertos por la tierra, á los seres queridos, y hasta hubieran escarbado para sacarlos de nuevo, si las voces y los lamentos que más allá se oían no les dieran la esperanza de que en otro lugar estarían quizás los que buscaban.

No adivinaba la razón que su padre habría tenido para desprenderse de ella. La lluvia seguía redoblando sordamente sobre los pomares y la parra. Allá en el establo, detrás de ellos, se oían de vez en cuando los mugidos del ganado. Sin embargo, una débil claridad comenzaba á esparcirse por el Oriente. Era necesario pensar en marcharse.

Oían tres misas y parte de una cuarta. Si era domingo confesaban, y después volvían á casa, quedándose generalmente doña Paulita en el locutorio á hablar de las llagas de San Francisco. Después hacían labor. Una vez al año visitaban á cierta condesa vieja que las conservaba alguna amistad á pesar de la desgracia. Llegada la noche, rezaban á trío por espacio de dos horas, y después se acostaban.

Mi madre le decía: «¡Ah!, mejor te valdría haber aprendido un oficio que no vivir colgado a los faldones de los ministros, hoy me caigo, hoy me levanto...». ¡Pero quia!; él sabía de oficina más que la Gaceta, y cuando hablaba de las rentas, del presupuesto y de esas cosas de gobernar, todos los que le oían estaban asombrados. Su padre, mi abuelito, había sido también de oficina.

Y el pescador iba cantando un cantar, en su vestido de piel, asombrado de la mucha luz, como si estuviese de fiesta en el aire un sol joven. El aire chispeaba. Se oían estallidos, como en el bosque nuevo cuando se abre una flor. De las lomas corría, brillante y pura, un agua nunca vista. Era que se estaban deshaciendo los hielos.

De vez en cuando se oían sus gritos, que el viento llevaba hasta la chalupa, y que parecían intimaciones para que los náufragos se detuviesen; mas éstos no hacían caso de tales amenazas. Las montañas de la gran isla iban haciéndose más perceptibles por momentos, y la costa empezaba a delinearse confusamente hacia el Norte, corriendo de Este a Oeste.

Ni se oían a lo lejos vociferaciones de electores victoriosos. El soñoliento silencio de los pueblecillos pequeños y sin vida pesaba sobre la villa de Cebre. Tres héroes de la gran batida, y el arcipreste con ellos, salieron a caballo hacia la montaña.

Aquella noche, los pinos que rodeaban la cabaña, sacudidos por la tempestad, arrastraban sus esbeltas ramas por encima del techo, y a lo lejos se oían el rugido y los embates de la impetuosa corriente del río. El socio de Tennessee se incorporó y dijo: Ya es hora, voy en busca de Tennessee; engancharé el carrito. Y se hubiera levantado de la cama a no habérselo impedido su criada.

Palabra del Dia

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