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Actualizado: 11 de septiembre de 2025
Pero á un lado de la puerta, casi en el umbral, se veía un rosal silvestre que en este mes de Junio estaba cubierto con las delicadas flores que pudiera decirse ofrecían su fragancia y frágil belleza á los reos que entraban en la prisión, y á los criminales condenados que salían á sufrir su pena, como si la naturaleza se compadeciera de ellos.
No pude menos de volverme ligeramente para contemplar el delicioso cuadro que mis falsas santas ofrecían a las miradas del prójimo... Tan ocupadas estaban con sus chismes y tan expertas eran en disimularlos, que no vieron mi movimiento y pude impregnar los ojos a mi gusto en su exquisita hipocresía. Sus palabras me llegaban ahora distintamente: ¿Quién se confiesa tan largamente? La de Bormel.
Cuando fui a visitarte a Corbeil, ya conocía tu historia. ¡De modo que usted...! ¿Así usted tenía su idea al enviarme aquí? Seguramente. Si no hubiese habido nada que hacer, yo hubiera buscado a un hombre honrado. Gracias a Dios, no faltan. ¡Hasta hay demasiados! ¿Y era por eso por lo que me ofrecían 1.200 francos de renta? ¡Figúrate! Sospecho que fue usted la que me escribió aquel anónimo.
Como los demás papeles, aunque relacionados con el caudal de mi tío, no me ofrecían gran interés, renuncié a su detenida lectura por entonces, y consagré el tiempo que tenía bien de sobra a espaciar la imaginación, a ojos cerrados, por el campo variadísimo de los sucesos de aquel día. Así me cogió el sueño muy cerca del amanecer.
Los Materne se habían detenido al borde de la peña; aquellos tres fuertes hombres rojos, con el sombrero levantado, el cuerno de pólvora al costado, la carabina al hombro, las piernas enjutas y musculosas, firmemente erguidos al extremo de la peña, ofrecían un extraño aspecto sobre el fondo azulado del abismo.
Conforme iba Paco Ramírez hacia dicha vivienda, aunque muy apresuradamente, se ofrecían a su imaginación con mayor viveza todas las dificultades de la entrevista que debía tener. En la carta de don Braulio recordaba los párrafos más siniestros y ominosos, y preveía alguna desgracia. Hasta una contradicción que había notado en la carta le daba entonces mucho que sospechar.
Acordábase de las torres muzárabes que había contemplado en una ciudad antigua, y al mismo tiempo se le ofrecían á la vista lagos y jardines, no sin que de pronto afease este espectáculo algún animal de corpulenta forma y repugnante fealdad.
Su salud delicada se había robustecido, su cuerpo habíase desarrollado; y aunque demasiado joven todavía, sus facciones ofrecían tanta nobleza y regularidad, que mi maestro de dibujo, el señor Lasca, pintor de talento, le tomaba por modelo de todas las figuras de ángeles y querubines con que decoraba el salón de mi tío; y el pobre joven se veía obligado a pasar horas enteras delante del artista, en vez de ir a jugar o correr por el parque.
Vivían en la salida de los hermosos valles que descendían de Palmira, el «techo del mundo», sabían utilizar todos los torrentes de agua clara dividiéndolos en numerosos canales, transformando así en fértiles huertas sus áridas tierras, y si invocaban á las fuentes, si las ofrecían sacrificios, no era sólo porque el agua fertilizaba sus campos y hacía crecer sus árboles y calmaba la sed de ellos y sus ganados, sino también, según decían, porque el agua purifica á los hombres, equilibra las pasiones y calma los «deseos desmedidos». El agua era quien les evitaba los odios y furias insensatos de sus vecinos, los semitas del desierto, y ella era quien les había salvado de la vida errante fecundando sus campos y alimentando sus cultivos; á ella debían el haber podido fijar la primera piedra del hogar, y luego, la población y la ciudad, ensanchando así el círculo de sus sentimientos y sus ideas.
Para que los transeuntes no pudiesen registrarlo había visillos que, a más de ser de lo más ordinario y barato en el género, ofrecían la curiosa circunstancia de ser el uno demasiado largo y el otro tan corto que le faltaba cerca de una cuarta para tapar por completo el cristal de abajo.
Palabra del Dia
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