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Actualizado: 11 de julio de 2025
Su sorpresa aún fué mayor al convencerse de que eran franceses, pues todos llevaban kepis. ¿De dónde salían?... Los volvió á examinar sin el auxilio de los gemelos, cerca ya de la barricada. Eran rezagados, en estado lamentable, que ofrecían una pintoresca variedad de uniformes: soldados de línea, zuavos, dragones sin caballo.
Y Lidia... Al verla otra vez había sentido un brusco golpe de deseo por la mujer actual de garganta llena y ya estremecida. Ante el tratado comercial que le ofrecían, se echó en brazos de aquella rara conquista que le deparaba el destino. ¿No sabes, Lidia? prorrumpió alborozada, al volver su hija Octavio nos invita a pasar una temporada en su establecimiento. ¿Qué te parece?
Así en los ejemplos aducidos, si bien no conocia aquel volcan determinado, ni las olas que inundaron la montaña, ni á los mineros, ni á los moradores, no obstante todos estos objetos me eran conocidos en general, así como sus relaciones con lo que me ofrecian los sentidos.
Ni le entretenía la caza, en que su padre le ocupaba, ni los muchos, honestos y gustosos convites que en aquella ciudad se usan le daban gusto: todo pasatiempo le cansaba, y a todos los mayores que se le ofrecían anteponía el que había recebido en las almadrabas.
Al cabo de un rato los rostros empezaron a reflejar el cansancio, poniéndose rojos o pálidos, según el temperamento de cada uno. Con la boca entreabierta, las mejillas inflamadas y la frente cubierta de sudor, no ofrecían otra expresión que la de la estupidez más cumplida.
Sin embargo, por uno de esos caprichos inexplicables de las jóvenes, Esperancita mostrábase más afectuosa y deferente con Maldonado, contra su costumbre. Y los tres ofrecían un espectáculo curioso y divertido. Los criados circulaban con bandejas llenas de sorbetes, jarabes, confites y frutas heladas. Ramón llamó a uno para ofrecer a Esperanza ciertas yemas a las cuales sabía que era aficionada.
En algunas estaciones se presentaban muchachas vestidas de blanco, con escarapelas y banderitas sobre el pecho. Día y noche estaban allí, reemplazándose, para que no pasase un tren sin recibir su visita. Ofrecían en cestas y bandejas sus obsequios á los soldados: pan, chocolate, frutas. Muchos, por hartura, intentaban resistirse, pero habían de ceder finalmente ante el gesto triste de las jóvenes.
Todos se le ofrecían para acompañarle, y le prometían venganza para el caso de perecer en la lucha. Al fin llegaron a la quinta designada, y se avistaron con el enemigo. Los testigos platicaron, midieron los sables, y los pusieron en manos de los contendientes.
Le aplaudían como siempre, pero las demostraciones de entusiasmo eran más nutridas y calurosas en la parte de la sombra, donde los tendidos ofrecían filas simétricas de blancos sombreros, que en la parte del sol, viva y abigarrada, donde quedaban muchos en mangas de camisa bajo el chicharreo del calor solar. Gallardo adivinaba el peligro.
La falsa calma del hombretón, sus ojos secos agitados por nervioso parpadeo, la frente inclinada sobre su hijo, ofrecían una expresión aún más dolorosa que los lamentos de la madre. De pronto se fijó en que Batistet estaba junto á él. Le había seguido, alarmado por los gritos de su madre.
Palabra del Dia
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