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Actualizado: 8 de junio de 2025
Caballero... me figuré que otras voces murmuraban en el mismo momento al señor Desmaroy, acuda usted pronto a Aiglemont... En esa peña viven en buena armonía el dote y la mujer que le esperan... Tome usted a peso el primero y sea indulgente con la segunda... ¿Qué importa ésta si aquél le agrada?...
La presencia del Señor del Gran Poder provocaba un suspiro de centenares de pechos. ¡Pare Josú! murmuraban las viejas, fijos los ojos en la imagen con hipnótica inmovilidad . ¡Señó der Gran Poer! ¡Acuérdate de nosotros!
Ignoraba el P. Camorra que sobre la mesita se jugaba el desenvolvimiento intelectual de los filipinos, la enseñanza del castellano, y á haberlo sabido, acaso con alegría hubiera tomado parte en el juego. Al traves del balcon abierto en todo su largo, entraba la brisa, fresca y pura, y se descubría el lago cuyas aguas murmuraban dulcemente al pié del edificio como rindiendo homenaje.
En secreto, cuando estaban en familia, murmuraban todos de él, le ponían como un trapo, según la expresión vulgar, y esto no dejaba de ser también un placer, o por lo menos, un pie socorrido de conversación: de vez en cuando D. Bernardo le llevaba a su cuarto y le pronunciaba un largo discurso para llamarle al orden y recordarle sus deberes naturales y sociales, la dignidad del caballero, el decoro de la familia, etc., etc.
Cada vez que las unas exaltaban los méritos de un modisto o un joyero de la calle de la Paz o la plaza Vendôme, las otras murmuraban con una voz blanca y una modestia agresiva: «Nosotras no podemos permitirnos eso; en nuestro país somos muy pobres. Eso ustedes y nadie más». Y miraban al mismo tiempo con maliciosa complacencia sus trajes y sus joyas, de igual valía que los de sus rivales.
5 Y como vino a aquel lugar Jesús, mirando, le vio, y le dijo: Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose en tu casa. 6 Entonces él descendió aprisa, y le recibió gozoso. 7 Y viendo esto, todos murmuraban, diciendo que había entrado a posar con un hombre pecador.
Se detenía cerca de alguna loma favorita que le permitía sentarse, mientras que Eppie iba titubeando a recoger los botones de oro, interpelando a las criaturas aladas que murmuraban felices encima de sus pétalos brillantes y atrayendo continuamente la atención de «papá» cuando le traía su cosecha.
Era ésta mucho mayor que Fernando, casi le doblaba la edad pues no andaba ya muy lejana de los cuarenta: se había casado con el conde de Peñarrubia y estaba hacía algunos años separada de su marido por motivos poco honrosos para ella. Vivía sola en Madrid. Sus aficiones a la sociedad y aun a la galantería, según murmuraban, no encajaban en la austera y piadosa mansión de su madre.
Hasta tuvo la desvergüenza de decir que el asilo de ancianas de los Cuatro Caminos era obra suya. Los circunstantes se miraban unos a otros con estupor y se murmuraban al oído juicios poco lisonjeros sobre el estado intelectual del orador. Cuando apuró la lista de sus méritos y se proclamó urbi et orbi el primer hombre de la nación, principió a desatarse contra sus enemigos.
Alonso del Camino continuó: Se murmuraban en la antecámara muchas cosas. Allí siempre se murmura. Decían que don Francisco de Quevedo había venido á la corte y que había dado de estocadas á don Rodrigo Calderón. ¡Bah! siempre persiguen al bueno de don Francisco las acusaciones... ya sabéis que no ha sido Quevedo... ¿pero está en efecto en Madrid?
Palabra del Dia
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