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Actualizado: 11 de mayo de 2025


Misia Casilda se acercó, dando vueltas en su imaginación a esta idea: ¿Será cierto la marcha al Frigal? y si se van al Frigal, ¿será cierta la quiebra? El mal trago, pasarlo pronto: la señora entró, y sufriendo los codazos de los mozos mal olientes, a la verdad, subió la escalera sucia de polvo, deteniéndose, para dar paso a un mueble que bajaban o a un changador, que subía.

No, hijo contestó la señora con blandura, no vengo a pedir limosna. ¿Tengo yo facha de pordiosera? Si el señor no está, dime dónde puedo encontrarle, porque necesito verle con urgencia. Pues el patrón... estará en casa de su compadre, calle de Entre Ríos. Apuntó el número misia Casilda, y bajó aprisa; ni tranvía ni coche a mano tampoco esta vez: anda, anda, anda.

Eso me lo sabía yo de corrido dijo Agapo, ¡las veces que le he visto en la calle Florida detrás de ella! y una tarde, al salir de casa de mi señor hermano, tropecé en la acera con Quilito, y cuando doblaba la esquina vi a Susana en el balcón... Que ellos se entienden, no hay duda. Si esto es una fatalidad exclamó misia Casilda, va a ser un semillero de disgustos para nosotros.

Pero, ¿no te mueves? exclamó misia Casilda, corre, vuela a la policía, no pierdas tiempo. Le arrastró, y dando traspiés, como ebrios, salieron los dos, bajaron la escalerilla atropelladamente. ¡Quilito! ¡Quilito! clamaba la señora.

¿Aquí? chilló la señora; se te ha dicho que no pases de la puerta, ¡y lo consientes, Susana! El no tiene la culpa, naturalmente. ¡Si Bernardino estuviera en casa, él te ajustaría las cuentas, vagabundo! Agapo, sin decir palabra, embistió al hueco que dejaba libre la corpulencia de misia Gregoria en la puerta, y salió al vestíbulo, empujando a la cuñada sin miramientos.

Volvió al comedor; eran las siete, las siete y cuarto, las siete y media; no, a Quilito le había ocurrido algo. Tan asustada estaba misia Casilda, que el mismo don Pablo se alarmó. Te has empeñado en que tiene, por fuerza, que suceder algo... ¡qué mujeres! llamaremos a Pampa.

Misia Gregoria la daba a arreglar los vestidos que la modista no había conseguido sacar a su gusto. Y todavía tenía tiempo para repasar sus lecciones de idiomas, y acompañar a su hermana al paseo, o a tiendas, o a visitas, y también a su madre. Ella se complacía en ser útil, en servir; no tenía más ambición que agradar a todos. Por lo cual, todos la adoraban.

Y misia Gregoria, sofocada por la revelación terrible, muda, miraba a su marido, parpadeándole los ojillos espantados. Esteven repuso: ¿Lo has oído? , hija, arruinado, arruinado, así, como te lo digo. Hundió la cabeza en las almohadas, dando un suspiro. La señora repetía entre dientes: ¡Arruinado, arruinado! como si la palabra fuera de un idioma extraño y buscara la significación.

Como los nombres son los mismos, originarios unos de otros, la gloria de misia Melchora asume cierto carácter de guerra civil, familiar y casi doméstica, en la cual los manes heterogéneos libran gran trifulca e histórica zarabanda.

Y se sentaba en el umbral de la puerta del comedor, viendo barrer el patio a la india, admirando la limpieza y el orden que allí reinaban, mucho más agradables que el lujo y la farsa de Esteven; el pequeño jardín daba gloria verle, tan verdecito y tan cuidado. ¡Hola! ya estás aquí decía en esto la voz simpática de misia Casilda.

Palabra del Dia

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