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Tomaban el mando de la carabela o de la nao, sin otro auxilio y consejo que el de algunos navegantes costeros, con la misma tranquilidad que los paladines tantas veces admirados en los libros de caballerías se metían en el primer barco misterioso que encontraban en una costa desierta.

Detrás de todos marchaban las Interjecciones, que no tenían cuerpo, sino tan sólo cabeza, con gran boca siempre abierta. No se metían con nadie, y se manejaban solas; que aunque pocas en número es fama que sabían hacerse valer.

Germán aceptaba inmediatamente, y estaba dispuesto a convertirse en diligencia si Ana aceptaba el cargo de mula, o viceversa. No era eso. La niña quería ir a tierra de moros de verdad, a matar infieles o a convertirlos, como Germán quisiera. Germán prefería matarlos; y dicho y hecho se metían en la barca, mientras el barquero dormía a la sombra de un cobertizo en la orilla.

Únicamente los zagales y los gañanes en toda la pujanza de su juventud, le metían la cuchara en las mañanas de invierno, engulléndose este refresco, mientras el vientecillo frío les hería las espaldas. Los hombres maduros, los veteranos del trabajo, con el estómago quebrantado por largos años de esta alimentación, manteníanse a distancia, rumiando un mendrugo seco.

Algunas muchachitas tocaron disimuladamente la tela de su vestido, para apreciar mejor su finura. Fueron acudiendo, atraídos por el suceso, los principales personajes del campamento, y el español hizo la presentación de sus amigos Canterac, Pirovani y Moreno. Al ver Watson que los hombres que habían cargado con los equipajes los metían en su vivienda, buscó á Robledo apresuradamente.

Porque era de ese «aquel», y no lo podía remediar. No en todas las ocasiones llegaba a tanto el interés que se tomaba por lo ajeno; pero siempre le daban en cara y le metían en grandes cuidados los descuidos de los demás. Ya sabía él cuándo había llegado yo a Tablanca y la vida que había hecho desde entonces. Le gustaba mucho verme apegado a la tierra y a la casa de mis abuelos.

Dicho crucero era como un segundo departamento del café, y estaba invadido por estudiantes, en su mayoría gallegos y leoneses, que metían una bulla infernal. Como todo esto que cuento se refiere al año 74, natural es que en el café se hablara principalmente de la guerra civil.

Al borde mismo del mar, un sendero pedregoso pasaba por encima de un acantilado cuyo pie estaba horadado y formado por rocas desprendidas. Las olas se metían por entre los resquicios de la pizarra, en el corazón del monte, y se las veía saltar blancas y espumosas como surtidores de nieve. Algunos chicos no se atrevían a asomarse allí, de miedo al vértigo; a me atraía aquel precipicio.

Los dos dientes que en sus encías quedaban, parecían correr de un lado a otro de la boca, asomándose tan pronto por aquí, tan pronto por allá, y cuando terminaba su perorata con un gesto de desdén supremo o de terrible sarcasmo, cerrábase de golpe la boca, los labios se metían uno dentro de otro, y la barbilla roja, mientras callaba la lengua, seguía expresando las ideas con un temblor insultante.

Mas pasmado y mas enojado Zadig que nunca en toda, su vida, le dixo: Bien mereciérais, puesto que sois linda, que os aporreara yo como él hacia, tanta es vuestra locura; pero no me tomaré ese trabajo. Subió luego en su camello, y se encaminó al pueblo. Pocos pasos habia andado, quando volvió la cara al ruido que metian quatro correos de Babilonia, que á carrera tendida venian.