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Actualizado: 10 de junio de 2025


Su palidez era como la de un muerto; tenía la lengua blanca, mucha debilidad y ningún apetito. Diéronle algo de comer, y Fortunata opinó que debía quedarse en la cama hasta la tarde. Esto no le disgustaba a Maxi, porque sentía cierto alborozo infantil de verse en aquel lecho tan grandón y rodar por él.

Está visto; no sirve usted para madre... ¡Ángel de Dios!, hace dos horas que está rabiando... Si usted no se enmienda, tendremos que mirar por él. viii Abrió y entraron todos atropelladamente; Fortunata delante, Guillermina agarrada a ella, y detrás Ballester, Maxi, Izquierdo y Segunda.

Bastante esclavitud había tenido dentro de las Micaelas. ¡Qué gusto poder coger de punta a punta una calle tan larga como la de Santa Engracia! El principal goce del paseo era ir solita, libre. Ni Maxi ni doña Lupe ni Patricia ni nadie podían contarle los pasos, ni vigilarla ni detenerla. Se hubiera ido así... sabe Dios hasta dónde.

Era un ángel murmuró Ballester, a quien, sin saber cómo, se le comunicaba algo de aquella exaltación. Era un ángel gritó Maxi dándose un fuerte puñetazo en la rodilla . ¡Y el miserable que me lo niegue o lo ponga en duda se verá conmigo...! ¡Y conmigo! repitió Segismundo, con igual calor . Lástima de mujer... ¡Si viviera! No, amigo, vivir no. La vida es una pesadilla... Más la quiero muerta...

«¡Las diez dadas! dijo con aquella voz tan severa que habría hecho estremecer a una piedra . Y no te has quitado el manto. ¿Es que piensas volver... de compras? El pobre Maxi, al despertar hace un rato, me preguntó si habías venido, y le dije que no. Me dio vergüenza de decirle que , porque habría sido preciso añadir que sólo con la manera de entrar te declaras culpable...

Observando la cara que tenía Maxi aquel día y lo pálido que estaba, consideró que las prendas morales del joven empezaban a transparentarse en su rostro, haciéndole menos desagradable... Entrevió una mudanza radical en su manera de ver las cosas. «¡Quién sabe se dijo , lo que pasará después de estar allí tratando con las monjas, rezando y viendo a todas horas la custodia!

No eran las nueve y cuarto, cuando Fortunata, que había empezado a dormitar, sintió pasos, y vio que un hombre entraba en la alcoba. «¿Quién es? preguntó alarmada, echando los brazos a su hijo . ¡Ah!, eres , Maxi; no te había conocido. Está esto tan oscuro...». La tos perruna de su tío la tranquilizó, diciéndole que no estaba sola.

Se la ofrecieron; pero Ido no la quiso tomar. Amorraba la cabeza entre los brazos cruzados sobre el mármol, y el dueño del establecimiento, mirándole con sorna, le decía: «Aquí no se duermen monas. A dormirlas a la calle». Maxi trató de hacerle levantar la cabeza. «D. José, a usted le convendría tomar duchas y también unas pildoritas de bromuro de sodio. ¿Quiere que se las prepare?

Se echó en el sofá; cubriole su amiga la mitad del cuerpo con una manta, púsole almohadas para que recostase la cabeza, y a medida que esto hacía, le aplacaba la curiosidad contándole precipitadamente todo. Aquella idea de llevarla al convento como a una casa de purificación, pareciole a Maxi prueba estupenda del gran talento catequizador de su hermano.

Se acordaba de su Jáuregui y de las cosas oportunas y sapientísimas que este decía sobre todo desgraciado que se metía con curas, pues era lo mismo que acostarse con niños. «Y no aprenderá pensaba doña Lupe ; todavía es capaz de volver a las andadas, y de ir allá a quitarle motas al zángano de Carlos Siete. ii Durmiose Maxi aquella noche arrullado por la esperanza.

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