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Tocante a esos polvos, encárgate de guardarlos, y si el caso llega, chico, no seré yo quien les haga ascos, porque, bien mirado, para lo que sirve esta vida... Lucidas estamos; ¡siempre penando, siempre penando! Espera que te espera, y cada día un desengaño... Te aseguro que el vivir es una broma pesada». Dame un abrazo le dijo Maxi arrojándose a ella medio vestido . Así te quiero.

Rarísima vez se daba el caso de que ella le hiciese una caricia; para obtenerla, tenía Maxi que echarle memoriales, y lo que lograba era como limosna. Es que Fortunata no servía para cortesana, y sus fingimientos eran tan torpes que daba lástima verla fingir. El joven farmacéutico tenía momentos de horrible tristeza, y cavilaba mucho.

Mientras más trabajaba, con más energía y claridad repetía su mente lo que le había pasado aquella mañana. «Yo me voy a volver loca se dijo poniéndose a mojar la ropa . Más loca estoy que el pobre Maxi, y esto me acaba de rematar».

Al día siguiente del lastimoso lance ocurrido cerca de Cuatro Caminos, no estaba Maxi más excitado y rencoroso que aquella noche lo estuvo. En el tiempo transcurrido desde la noche aciaga de Noviembre, no había visto a su ofensor sino muy contadas veces, y siempre de lejos; nunca le había tenido así, tan a tiro... «¡Ay!, ¿por qué no traigo un revólver?... Ahora mismo le dejaba seco.

Fortunata apoyó esta idea con un signo de cabeza; mas no estaba segura de lo que significaba la palabra inmueble, ni quería tampoco preguntarlo. Ello debía de ser lo contrario de muebles. Maxi la sacó de dudas más tarde, hablando de sus olivares y viñas y de la buena cosecha que se anunciaba; por lo cual vino a entender que inmuebles es lo mismo que decir árboles.

Por fin, a eso de las cuatro fueron desfilando, teniendo la desposada que oír los plácemes empalagosos que le dirigían, confundidos con bromas de mal gusto, y contestar a todo como Dios le daba a entender. La tarde pasola Maxi muy mal; le dieron vómitos y se vio acometido de aquel hormigueo epiléptico que era lo que más le molestaba.

Ambos callaban; pero la emoción de Maxi era más viva y difícil de dominar que la de su amigo. Y al poco rato, un llanto tranquilo, expresión de dolor verdadero y sin esperanza de remedio, brotaba de sus ojos en raudal que parecía inagotable. «Son las lágrimas de toda mi vida pudo decir a su amigo , las que derramo ahora... Todas mis penas me están saliendo por los ojos».

La que ponía el amor, ese amor tan sublime y... delirante. Maxi no comprendía, y Ballester, decidido a darle la noticia sin rodeos ni atenuaciones, concluyó así: , su mujer de usted ya no existe. La pobrecita se nos ha muerto hace hoy ocho días. Y al decirlo, se conmovió extraordinariamente, velándosele la voz.

El cochero daba a conocer su aburrimiento e impaciencia. En una de las vueltas del vehículo, Rubín sorprendió en aquel hombre una mirada dirigida a una de las casas. «Aquí es... aquí está». Fijose cerca de allí, reduciendo el espacio de su paseo vigilante. Eran las siete. Por fin, en un momento en que Maxi iba de Sur a Norte vio, a bastante distancia, a un hombre que salía de la casa.

Maxi se quejaba de que su mujer estaba más tiempo fuera de la alcoba que en ella, y la llamaba a cada instante. «Gracias a Dios, hija, que pareces por aquí. Ni siquiera me has dado un beso. ¡Qué día de boda, hija, y qué noche!