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Los primogénitos de la familia Villanera son marqueses de los Montes de Hierro. Yo le expliqué el axioma de derecho: Is pater est, y le demostré que su hijo debía llamarse Chermidy o no llamarse de ningún modo. Precisamente el marino había estado en París en enero último y esto bastaba para salvar las apariencias.

Los condes y marqueses deseosos de una heredera rica se agolparon en torno de miss Craven en los grandes hoteles, en las playas de moda y las estaciones invernales de Suiza. ¡Diez y nueve años, y sesenta millones de dólares!...

Pepe, el casero de los Marqueses, con la boca abierta, en pie, pasmado y triste, esperaba órdenes en la habitación contigua a la del moribundo. Vio salir a Frígilis que enseñaba los puños al cielo, creyéndose solo. ¿Qué hay, señor? ¿Cómo está ese bendito del Señor?...

Las calles, estrechas y rectas como las de todas las ciudades americanas, por lo demás; las casas bajas y de tejas, con aquellos balcones de madera que aún se ven en nuestra Córdoba, salientes, como excrecencias del muro, pero muchos labrados primorosamente, como los de la casa solariega de los marqueses de Torretagle, en Lima; las puertas, enormes, de madera tosca, cerradas por adentro en virtud de un mecanismo, en el que, una piedra atada al extremo de una cuerda, hace el primer papel; el pavimento de las calles, de piedra no pulida, y por fin, el arroyo que corre por el centro, que viene de la montaña y cruza la ciudad con su eterno ruido monótono, triste y adormecedor.

Todos nuestros amigos estaban allí: los Marqueses de Oreve, Lacante, Kisseler, hasta el doctor Muret, que había hecho hueco entre dos consultas para darme esa prueba de amistad. Antes de hablar los había visto a todos, menos a Elena, y ya la acusaba por su indiferencia cuando la vi detrás de su padre, desde donde me miraba atentamente, creyendo, sin duda, no ser vista.

La vencedora salió un momento del salón y apareció en seguida en un magnífico carro tirado por cuatro lacayos vestidos de esclavos negros: dió así una vuelta rodeada de todas las demás, al compás de una marcha triunfal. Estas y otras invenciones no menos famosas, dejaron para siempre sentada sobre bases sólidas la fama del hijo de los marqueses de Casa-Ramírez.

Completan el admirable cuadro de la humanidad vetustense el D. Víctor Quintanar, cumplido caballero con vislumbres calderonianas, y su compañero de empresas cinegéticas el graciosísimo Frígilis; los marqueses de Vegallana y su hijo, tipos de encantadora verdad; las pizpiretas señoras que componen el femenil rebaño eclesiástico; los canónigos y sacristanes y el prelado mismo, apóstol ingenuo y orador fogoso.

Era hijo primogénito de los marqueses de Villamelón, grandes de España, gentilhombre él de su majestad el rey, y dama de honor ella de su majestad la reina. Fue la última criatura que apadrinó Fernando en este valle de lágrimas; quince meses después bajó al sepulcro en el Real Palacio de Madrid, cumpliéndose a la letra el símil de la botella de cerveza con que el socarrón monarca comparaba a su pueblo.

En los murmullos de las damas había súplicas en quejidos, coqueterías sin sexo, otras con él, aunque honestamente señaladas; Glocester, que fingía atender a lo que le decían los pollos insulsos, devoraba con el rabillo del ojo a los del grupo. «No cabía duda, le estaban suplicando que se quedase a comer». Terminó el conciliábulo, salieron Obdulia y Visitación, corriendo, alborotando, haciendo alarde de la confianza con que trataban a los marqueses, y los jóvenes se despidieron.

Le la mano, y él la retuvo en las suyas y me dijo en tono de reproche: ¿Por qué huye usted de ? Hace un mes que no encuentro medio de hablarla. Ya sabe usted que el cuidado de mi padre ocupa todo mi tiempo. ¿Está solo en este momento? Están con él los Marqueses de Oreve. Entonces no hay sitio para y debo marcharme, a no ser que usted tenga la indulgencia de hacerme quedar.