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Ella se casaría con Luis Dupont... ¿Que le aborrecía? ¿Que había huido de él después de aquella noche horrible?... Pues esta era la única solución. Con la honra de su familia ningún señorito jugaba impunemente. Si no le quería por amor, le toleraría por deber. El mismo Luis iría a buscarla, a pedirla la mano. ¡Le odio! ¡Le aborrezco! decía Mariquita. ¡Que no venga! ¡No quiero verle!...

Iba a decir una barbaridad. Y don Antolín siguió lanzando indignadas lamentaciones, hasta que al pasar frente a la puerta de su casa asomó Mariquita el abultado y feo rostro. Tío, basta de paseo. Se enfría el chocolate. Aun después de desaparecer el sacerdote dentro de su casa, siguió la sobrina sonriendo amablemente a Luna. ¿Usted gusta, don Gabriel?

Dicen que este es nombre de perra. Yo me llamo María. Mariquita. María Nela me llaman y también La Hija de la Canela. Unos me dicen Marianela, y otros nada más que la Nela. ¿Y tu amo, te quiere mucho? , señor, es muy bueno.

Mariquita, desde la puerta de su casa, arrebujada en un mantón, los seguía con la vista, participando del orgullo de su tío al ver que todos se agrupaban en torno de él, acompañándolo en sus paseos por el claustro. La proximidad de tanto hombre parecía marearla.

A me quema el pan la boca cuando pienso que hay muchos que no lo prueban. ¡Pobre Mariquita, tan buena y tan abandonada!... ¡Es posible que hasta ahora no la haya querido nadie, ni nadie le haya dado un beso, ni nadie le haya hablado como se habla a las criaturas!... Se me parte el corazón de pensarlo.

Eran amigos, y quería saber por ellos lo que hablaban en los ranchos de la reunión del día siguiente. Al quedar solos los dos hermanos, cruzaron sus miradas en medio de un silencio embarazoso. Tengo que hablarte, Mariquita dijo al fin el muchacho con resolución. Pues empieza cuando quieras, Fermín contestó ella con acento tranquilo. Ya adiviné al verte que por algo venías. No: aquí no.

Adivinaba, al otro lado del tabique, el insomnio de Mariquita; oía el continuo revólver de su cuerpo en la cama, prorrumpiendo en suspiros dolorosos. Poco después del alba, Fermín salió de Marchamalo, dirigiéndose a Jerez sin despedirse de su familia. Al bajar a la carretera, lo primero que vio junto al ventorro fue a Rafael, sobre su jaca, plantado en medio del camino, como un centauro.

No se crea por lo anterior que en Marianas no hay mujeres, que las hay y muchas, pero ... pero francamente, y con perdón sea dicho de la Mariquita y la Ángela de M. Arago, entre todas no componen ni una caricatura de las de allá, ni un octavo de cuartilla de las que tan mal empleó el escritor francés al ocuparse de Marianas.

Está bien, hombre: se hará lo que se pueda, pero no llores más, ni sueltes esas oraciones, que pareces don Pablo, mi principal, cuando le hablan de Dios. Veré a Mariquita: le hablaré de ti: le diré a la muy indina lo que merece. ¿Qué; estás ya contento?... Rafael limpiábase los lagrimones, y sonreía con sencillez infantil, mostrando sus dientes cuadrados, de nítida blancura.

¿Y todo para qué? exclamaba con gesto de pitonisa descreída ¡No puedes con la comida de casa, y querías ir de fonda! Lo que más hirió la delicadeza de su amor fue que un día, aludiendo a Mariquita, dijese: ¡Si fuera una persona decente! ¡Pero una sacadineros y desbaratacamas!