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Actualizado: 17 de junio de 2025


Catalina Lefèvre, que se hallaba más cerca, escuchaba con las cejas fruncidas; su cara huesuda, su nariz aguileña, los tres o cuatro rizos de cabellos grises que caían al azar sobre sus sienes descarnadas y sobre los pómulos de sus hundidas mejillas, la contracción de sus labios y la fijeza de su mirada, llamaron en primer término la atención del oficial; luego éste descubrió el rostro pálido y dulce de Luisa, detrás de la anciana; más allá, a Jerónimo, con su barba rojiza, cubierto con una túnica de estameña; al anciano Materne, apoyado en su carabina, y más lejos a todos los demás; por último, la elevada bóveda de piedra roja, cuyas masas ingentes, formadas de sílex y de granito, avanzaban por encima del precipicio con algunas zarzas marchitas en las hendeduras, servía de fondo.

Bonis se levantó, y contempló a la Gorgheggi dormida: Esa mujer adorada no sabe que yo la soy infiel. Que hay horas de la noche en que me dan un filtro hecho de terrores, de fuerza mayor, de recuerdos, de costumbres del cuerpo, de sabores de antiguos placeres, de olores de hojas de rosas marchitas, de lástima... y hasta de filosofías... negras....

Las ruedas se hundían profundamente, en el barro del camino, que corría entre las marchitas hierbas del lodazal, y el agua saltaba a cada instante hasta la caja del coche. El que lo conducía poco se preocupaba del paisaje que lo rodeaba: sumido en sus pensamientos, permanecía sumido en su rincón, y sólo se enderezaba a ratos, cuando las riendas amenazaban escaparse de sus manos indolentes.

Raimundo las recogió con cuidado, deshizo luego el ramo que traía, esparció las frescas flores sobre la tumba, y con la misma cuerda hizo otro ramo con las marchitas. Con éste en una mano y el sombrero en la otra, permaneció otra vez algún tiempo de pie contemplando con ojos húmedos aquella sepultura.

Yo confieso que la geografía del Mar Tenebroso antes de que la brújula hiciera posibles las largas exploraciones, es una geografía que me encanta y rejuvenece: algo así como esos cuentos de hadas que nos deleitan como un perfume de flores marchitas al evocar las primeras impresiones de la niñez.

Desde mi sitio contemplaba yo las idas y venidas de un anciano que circulaba tranquilamente por las alamedas. Todo el día estaba podando los árboles, cavando, regando, cortando las flores marchitas con minucioso esmero.

Entonces se sintió caer, abandonada de su misterioso genio amigo: vió las flores marchitas y pisoteadas por el suelo, los restos de la comida arrojados en desorden y exhalando repugnante olor; todo revuelto y disperso, y ningún ser vivo en la sala.

Un olor de humedad, de hierbas marchitas y de piedras en ruinas, se desprendía de las paredes. Una vieja puerta extendía por sobre el arco de su bóveda. Penetré en el interior. En todo mi derredor se alzaban las paredes, destacándose negras en el cielo de la noche, cuya luz azulada brillaba aquí y allí por encima de mi cabeza.

Acaso el recuerdo de un amor malogrado le oprimía el corazón. Observé que por sus mejillas exangües y marchitas rodaban gruesas lágrimas, dos lágrimas seniles, de esas que no se pueden contener. La enferma buscó un pañuelo que tenía en el regazo, y levantándolo difícilmente, con la única mano que tenía expedita, se enjugó los ojos.

No había camino del castillo a la puerta de la tapia; la avenida principal estaba casi borrada por las hierbas y por los arbustos. En dos ventanas del castillo brillaban luces; miradas melancólicas que parecían observar algo a través del follaje. El jardín tenía grandes olmos copudos, como haciendo centinela, y muchos rosales que aun conservaban marchitas rosas blancas.

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