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Actualizado: 5 de mayo de 2025


Marcela Peñarrubia no pertenecía a ninguna de las tres categorías. Su esfera de dominación no salía del noble recinto de la poesía. Sus aristocráticas amigas sabían que nada lograba halagarla más que pedirle el recitado de alguna composición romántica y se lo pedían por darle gusto, aunque ellas no lo sintiesen muy vivo.

Luego, el sosiego con que recibía los gestos provocativos de desprecio que no le escatimaba, le parecían una ofensa. Bien mirado, aquel chicuelo se estaba burlando de ella: porque no era creíble que un enamorado mostrase tanta serenidad y cinismo. Sin duda, después que advirtió que la molestaba, se propuso mortificarla para vengarse. Y no cabía duda que lo lograba cumplidamente.

Espoleada por la curiosidad, tanto como por la cólera, entró en el portal de la casa, donde había una puertecilla que comunicaba con el cuarto de la tertulia. Por el agujero de la cerradura apenas lograba verse nada; pero en cambio se oía claramente cuanto se hablaba. Pegó el oído á él y escuchó.

Con tal sistema, y trabajando tres veces por día, lograba reunir algunos cuartos; mas no todo lo necesario para sus atenciones, que no eran pocas, porque Almudena se había puesto mal, y seguía en la caseta de las Pulgas. Nada cobraba el guarda-agujas por hospedaje del infeliz moro; pero había que llevar a este la comida.

Cuando por las tardes Baltasar lograba acercarse algún tanto a Amparo e inclinaba la cabeza para hablarle, sentíase envuelto en la penetrante ráfaga que se desprendía de ella, causándole en el paladar la grata titilación del humo de un rico veguero y el delicioso mareo de las primeras chupadas.

La puerta era de roble viejo, labrada como las de las iglesias: a su lado había una ventanita sin rejas. Al poner allí el pie me sentí fuertemente conmovido. La idea de que detrás de aquella puerta estaba mi dueño querido, la saladísima hermana, hacía brincar mi corazón. Pegué el oído a la cerradura por si lograba escuchar algo, y en efecto, voces y risas.

Su cariño de madre la hizo sentir una viva satisfacción ante los atavíos del pequeño. Le besó en la pintada boca, y redobló sus gemidos. Era la hora de comer. Batistet y los hermanos pequeños, en los cuales el dolor no lograba acallar el estómago, devoraron un mendrugo ocultos en los rincones. Teresa y su hija no pensaron en comer.

La azul claridad del alba, que apenas, lograba deslizarse entre los aleros de los tejados, se esparcía con mayor libertad en la plazuela del Ayuntamiento, sacando de la penumbra la vulgar fachada del palacio del arzobispo y las dos torres encaperuzadas de pizarra negra de la casa municipal, sombría construcción de la época de Carlos V.

Beatriz gimió sin poder esquivarse, mientras Ramiro sentía correr por su cuerpo sobrehumano deleite. ¡Al fin lograba la ansiada, la soñada caricia! ¡Era el beso de ella, el beso de Beatriz, tantas veces imaginado! Pero, de pronto, en medio de aquel loco transporte, un relámpago de razón brilló en su cerebro. La realidad acababa de herirle de súbito. Fue algo espantoso.

Mas por muchos esfuerzos que hacía no lograba D. Lesmes adquirir aplomo. Entre ambos interlocutores flotaba como una nube el recuerdo de la paliza de la noche, y este recuerdo alegraba maliciosamente los ojos del capitán y entristecía y avergonzaba los suyos. Por fin se despidieron.

Palabra del Dia

condesciende

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